A diferencia del siglo XIX, donde el poder y el conocimiento se asociaban con la vejez, las barbas —ralas o luengas —y los bigotes pretorianos, los totalitarismos de la centuria pasada fueron juvenilistas. Pero Mussolini nunca fue lo atlético que se soñaba y Lenin —según Malaparte— más bien tenía aspecto de tendero. Para la izquierda, la greña y los espejuelos trotskistas, las brazadas de Mao y el vigor de Stalin, no resultaron suficientes para mitificar a la juventud. Y en nada ayudaban a la representación de la Raza Aria enclenques como Hitler y Goebbels o gordinflones como Göring. Siendo así, fascismo y comunismo diseñaron al brioso joven militante como símbolo de su propaganda y modelo para sus fanáticos.

Caídas aquellas dictaduras o fosilizadas las otras, el juvenilismo persistió en el 68 y fue su imago. De los hippies al Che Guevara “reposando en el cadalso como un Cristo de Mantegna” (John Berger y otros han estudiado ese notable parecido), otro tipo de joven ocuparía el imaginario: ya no el musculoso obrero soviético o su enemigo, el estilizado ario del nazismo, sino el estudiante rebelde, inspirado en Guevara aunque fuese una reedición del desgreñado nihilista ruso —hegeliano, azotado, amigo de la pólvora— retratado por Turguéniev y Dostoievski, quienes señalaron en esas figuras de inspiración crística, a falsos redentores.

Aunque en México la greña larga generalizada florecerá hasta la década siguiente, el 68 —en el mundo— está asociado al Joven, cuyos desfiles de protesta, a viejos lobos como T.W. Adorno, le recordaron a las movilizaciones totalitarias de los años treinta. Unas y otras fueron, esencialmente, juvenilistas. En Berkeley y París se pedía paz y amor, se gloriaba la libertad sexual y las drogas al tiempo que se portaban estandartes de liquidadores de trotskistas (una de las especialidades del vietnamita tío Ho), de genocidas monstruosos como Mao, cuya Revolución Cultural hubiera sido la menos libertaria de todas las habidas y por haber, de no ser superada por el genocidio de Pol Pot. Los retratos de resueltos enemigos de las libertades democráticas, como los jefes bolcheviques, se paseaban por aquellas marchas, a la vez ácratas y autoritarias, del 68. Esa contradicción quizá dialéctica —que en México está vigente en los ensayos de José Revueltas— ha sido explicada por distintos académicos. Uno de ellos, Richard Wolin, refiriéndose al Mayo francés, dice que aquella rebeldía juvenil, en realidad, nada tenía que ver con el maoísmo, sino expresaba las frustraciones existencialistas de aquel estudiantado. ¿Y los chinos, victimados, humillados y ofendidos por millones? Bien gracias. Occidente tiene sus prioridades aun cuando se bate contra sí mismo.

El 68 mexicano, con sus estudiantes si acaso con el cabello cortado a la beatle, tuvo la nobleza desprendida de su pliego petitorio, tan humilde que vuelve doblemente brutal su represión. Pero entre las herencias que dejó aquella derrota —las cosas por su nombre— fue el juvenilismo, precisamente.

Asumiendo la culpabilidad genérica del Estado por las matanzas del 2 de octubre y del 10 de junio, los gobiernos, primero priistas y luego panistas, en la medida en que la democracia política se iba asentando en el país, tomaron de la “sociedad civil” la confusión entre autoritarismo represor y ejercicio legítimo de la autoridad, lo cual ha tenido efectos contradictorios. Las autoridades federales, confusas, no tocaron a los estudiantes universitarios, permitiendo episodios tan largos y vergonzosos como la huelga en la UNAM en 1999–2000, disuelta, al final, mediante una operación notable por el escrupuloso respeto a los derechos de quienes habían secuestrado y privatizado nuestra principal universidad pública. En contraste, ya se eternizó la indiferencia oficial frente a la ocupación del Auditorio Justo Sierra de Filosofía y Letras por el narcomenudeo y la ultraizquierda. Si se ejerciera la ley contra esos ciudadanos con las manos en la masa de la impunidad, se nos recordaría, desde la izquierda —la cual, a partir del 1 de diciembre, no sé si estará en el poder o no— que “a los chavos no se les toca”, pues el mito juvenilista del 68 persiste, con todo y su ideología.

Que me perdonen los nostálgicos, pero si se compara la pedagogía del arrepentido Cohn–Bendit en el 68, con la del Mosh, jerarca en el 1999 mexicano, se verá que en materia de “reforma universitaria” gritaban, uno y otro, consignas similares, pues entre las contribuciones del 68 a la democracia en el mundo, ya lo dijo Raymond Aron, no estuvo la imaginación académica. Ah, pero eran jóvenes y como decía el mismo Lenin, hasta los veinte años, los jóvenes estamos autorizados a decir estupideces.

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