Sería precisa la tarea de un experto en arqueología política -o periodística- para encontrar el tema de la deuda externa entre los pronunciamientos del actual gobierno o del futuro presidente, incluidos sus respectivos equipos. Tal parece que a nadie preocupa, a nadie importa, hablar del que quizá sea el más grave problema que entregará la administración Peña Nieto a Andrés Manuel López Obrador.

El político tabasqueño, que mañana será declarado presidente electo, tuvo casi como lema de campaña que la corrupción despoja a este país de 500 mil millones de pesos, y que con esa cifra se podría resolver la mayoría de los principales rezagos. Muchos se indignaron al imaginar tal desvío de recursos públicos a fines ajenos al progreso del país.

López Obrador nunca refirió que una cantidad idéntica, incluso superior, es retirada anualmente de la riqueza nacional para cubrir intereses, comisiones y amortizaciones de la deuda exterior; es decir, sin que se reduzca un solo peso del monto pendiente de pago. La cifra al cierre del año pasado fue de 533,351 millones de pesos.

Se trata de la carga más pesada que haya tenido que soportar el país desde 1990, cuando empezaron los registros de este indicador, por lo que podemos estar en el peor momento histórico en esta cuestión, si al monto neto nos referimos. No faltará quien alegue que hay que tener en cuenta, como matiz de tales cantidades, la proporción que representan de la riqueza nacional. Pero en esto vamos también cada vez peor.

Esta cuestión es tan delicada que podría haber estado al centro de las verdaderas razones por las cuales el presidente Peña Nieto debió descartar como precandidato presidencial a su entonces poderoso secretario de Hacienda, Luis Videgaray, por sus bajos resultados en este ámbito. Pero seleccionó a otro experto, José Antonio Meade. Videgaray y Meade heredaron los manejos hacendarios en manos de un integrante de su equipo, José Antonio González, quien ya confecciona, con moño y todo lo necesario, el “paquete” del que hará entrega al futuro titular del área, Carlos Urzúa.

Se sabe que la dimensión de fondos públicos que se cubren solo para administrar, que no reducir, la deuda externa (lo que se llama el “servicio” de la misma) rebasa el gasto conjunto que anualmente hacen tres de las secretarías que más erogan: Educación, Salud y Desarrollo Social, a las que habría que sumar el de Trabajo y de Función Pública para igualar la cifra. O para decirlo de otra manera, el volumen de los apoyos que todas estas entidades otorgan a la población se podría duplicar si no existiera ese pesado compromiso con el exterior.

Durante la campaña fueron emitidas admoniciones reiteradas para relanzar el miedo contra López Obrador, en el sentido de que su llegada al poder supondría retomar el “modelo” de los años ‘70, cuando fueron contratadas cantidades crecientes de deuda para cubrir el “hoyo” financiero que dejaban en las finanzas públicas los gobiernos irresponsables de la época.

Sin embargo, eso es justo lo que no ha dejado de ocurrir en los dos últimos sexenios, pues en 2009, a la mitad de la gestión del panista Felipe Calderón, el volumen de empréstitos extranjeros empezó a dispararse como porcentaje del Producto Interno Bruto (PIB).

En este punto hay que decir que la práctica internacional recomienda sujetar la deuda en los 30 o 40 puntos del PIB. Entidades globales como el Fondo Monetario Internacional (FMI) prende luces rojas cuando un país miembro alcanza una deuda de 50% o más del PIB nacional. Bueno, pues eso pasó a México en 2017, y podríamos cerrar este año con deuda por cerca del 56% del PIB, según estimaciones del propio FMI.

Esta historia encierra una gran incógnita, que ni el gobierno ni el equipo López Obrador nos han ayudado a esclarecer. Se trata de saber en qué se gastó el creciente volumen de deuda contratado. Los expertos en este campo alertan que la obra pública no creció y conservó lo que se consideran “niveles bajos”. ¿Entonces?

Las empresas constructoras de larga tradición en México tienen todavía más dudas antes estos balances. Según representantes del sector consultados, en el actual sexenio no sólo hubo menos obra pública, sino que la mayor parte de la misma no fue licitada y se asignó de forma directa a corporaciones de reciente nacimiento, presumiblemente cercanas a encumbrados funcionarios. Y la que se otorgó a los constructores tradicionales ha sido pagada a cuentagotas, al grado de que muchos de ellos quebraron mientras esperaban la liquidación de sus facturas.

¿Llegará el momento en que López Obrador presentará al país su postura sobre este problema e identificará a los responsables, o se apostará por un pacto de silencio?

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