Estamos muy enojados, rabiosos con todo y por todo, parece que la tolerancia a la frustración se transformó en migajas o, tal vez, era ya mucha, tanta que terminó por desbordarse, por rebasarnos.

Estallamos por el tráfico, por las cuentas, por las deudas, por una crítica, por una sugerencia, por un producto, por un detalle, por una idea, por un chasquido, por un pestañeo, por una diferencia. Estallamos por todo.

Cuando la ira nos desborda comienza a perderse el sentido por las razones de las que verdaderamente deberíamos de asumirla, hay tanto rencor en el ambiente que nos extraviamos en las causas para convertir nuestra rabieta y nuestros berrinches en destrucción. Y lo peor, creo, es que nos estamos destruyendo.

No me toca evocar tiempos pasados pero es muy claro que hemos estamos ya muy disminuidos en nuestra tolerancia para lo “otro”, para quien piensa diferente, para quien opina de otra forma, para quien ve negro en lugar de blanco. Es muy claro, pues, que nos ataca un achaque de monocromatismo, que las tonalidades, bellas por diferentes, sublimes por su pluralidad, se nos están borrando de la vista, preferimos cegarnos ante el arcoíris.

Considero que una gran parte viene de la forma como decidimos comunicarnos desde el nacimiento de las redes sociales y los algoritmos que nos mandatan qué ver y qué pensar basados en nuestras preferencias de consumo.

Lo que podría resultar muy atractivo para vender productos se vuelve en nuestra contra cuando nos quiere vender emociones e ideas: solo nos muestra aquello que es acorde a nuestra forma de pensar, aquello que refuerza nuestros estereotipos, prejuicios y dogmas, ocultándonos lo que reprobaremos, lo que pondría en debate nuestra concepción adquirida de algún tema específico. Nos divide al grado de omitirnos, quien no piensa como yo pienso simplemente no existe como tampoco existe lo que no pienso.

Nunca jamás en la prensa, por ejemplo, habíamos tenido un escenario como el que se plantea hoy en pos de nuestra supervivencia, publicar algo que no genera “likes” aunque rico en contenido es un arriesgue de lectores que castigan no por una deficiencia en la información o en la opinión sino porque, simplemente, no les gusta lo que leen.

Muchas publicaciones se han vuelto, más bien, catálogos del contentillo social. En algunos casos ya estamos ante el peor escenario: no es el gobierno el censor sino el pueblo quien exige la censura, es la audiencia para la que se trabaja la que también demanda callar.

Y les aplauden, porque siempre será más fácil abrazarnos al dogma que abrirnos a las ideas novedosas.

Qué triste. Qué miedo. Qué miedo desde donde seguramente nace la rabia.

DE COLOFÓN.— Hay que reducir el número de pobres, no el número de ricos.

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