Es un lugar común que el ganador de una elección proclame su intención de gobernar para todos, formule invitaciones a la unidad y efectúe generosos llamados a la reconciliación. Desde luego, es positivo que AMLO haya realizado un apelo semejante desde su primer discurso triunfal, probablemente el más moderado que le hemos escuchado en su vida. No solo es lo que se esperaba de él, también es lo que debía hacer después de una contienda que dividió a la sociedad.

Aunque forman parte de este momentum, las muestras conciliatorias desplegadas por los candidatos perdedores, algunos de los grandes empresarios, ex presidentes y hasta comentócratas, también son positivas. Transmiten la idea de una democracia más madura y una nación más civilizada, donde al parecer los actores políticos estarían más dispuestos a cooperar entre sí por el bien del país.

Pero, ¿qué tan genuino es ese discurso reconciliatorio? ¿Qué tan duradero podrá ser? Tal vez algunos de los que llaman a la reconciliación en realidad están pidiendo clemencia ante el temor a una posible revancha o pretenden ganarse el favor del nuevo gobierno para mantener sus privilegios. Tal vez otros hablan de reconciliación, cuando lo que en el fondo quieren es olvido e impunidad. Unos más quizás estén emprendiendo un simple movimiento táctico para “acumular fuerzas” y posicionarse mejor para un futuro movimiento estratégico menos amistoso. Quizás, incluso, otros llaman a la reconciliación porque la victoria de López Obrador ha sido a tal punto apabullante que simplemente no tienen alternativa.

 

Que no se malentienda: Desde luego que necesitamos reconciliarnos como sociedad. Nadie quiere vivir en un país con bandos perpetuamente enfrentados que sistemáticamente y de forma apriorística niegan la validez de los argumentos del otro; bandos que se descalifican entre sí de manera simplista y sin haberse dado la oportunidad de escucharse. A nadie le hace bien un país con grupos incapaces de sentarse a hablar ni una nación donde la esperanza de unos sea el miedo de los otros.

Pero la reconciliación va mucho más allá de un conjunto de declaraciones y fotografías de momento, típicas de un periodo postelectoral que suelen olvidarse pronto. La verdadera reconciliación pasa porque la sociedad y sus políticos puedan realmente dialogar. Reconciliarnos no es silenciar nuestras diferencias, aparentar que ahora todos somos amigos y que, en consecuencia, debemos dejar de expresar cualquier discrepancia. Es aprender a valorar nuestra diversidad y respetar las diferencias.

Reconciliarse tampoco es decretar de forma tajante el fin de cualquier tipo de conflicto, censurar que estos se manifiesten y tratar de resolver todo en la oscuridad de acuerdos cupulares. Al contrario, reconciliarnos es aceptar que la política también es conflicto y que toda política que se quiere transformadora debe aprender a administrar ciertas dosis de conflicto. La gracia está en encontrar canales para procesarlos y adoptar las mejores vías para solucionarlos.

Reconciliarnos significa –por sobre todas las cosas—aprender a aceptar que el otro puede tener razón, que en la crítica que nos formula pude haber argumentos válidos sobre los cuales vale la pena reflexionar. Superado el calor electoral, los bandos que se enfrentaron deben ser capaces de escuchar esas críticas.

Los adversarios de López Obrador deben aceptar la fuerza social que representa, la postura en contra de la cultura de privilegios por la que masivamente votaron los mexicanos y la legitimidad de una agenda de combate a las desigualdades.

Así lo hizo, por ejemplo, un Jorge Suárez Vélez cuando escribió en su columna de ayer: “El pueblo votó por el proyecto de López Obrador, pero también en contra de élites que hemos sido ostentosas, frívolas y poco empáticas. Es nuestro turno de mostrar que al menos algunos somos capaces de aprender esta lección y de entrarle al reto” ().

 

Ese mismo bando debe hacer un mea culpa, superar los prejuicios y estigmas con los que ha descalificado históricamente a AMLO y a sus seguidores. En una de esas, hasta podrían indagar en su propia psique pejefóbica, ese miedo irracional a que un sujeto de origen relativamente humilde, que rompe con los patrones de la élite tradicional, ocupe un espacio de poder (véase ).

El obradorismo también debería ponderar las críticas que se le formulan. Cuando se critica a AMLO su simplismo frente a ciertos temas o el tener una postura donde la solución a muchos problemas pasa por su voluntad y disposición personal a resolverlos –y no siempre por el fortalecimiento de las instituciones— los ganadores deben poder entender que se necesitan planteamientos y definiciones más precisas frente a ciertos temas. Que no deben caer en el voluntarismo que históricamente ha caracterizado a las izquierdas.

Cuando se critica al próximo presidente por decir que su ejemplo de honestidad será suficiente para contagiar a los demás, el obradorismo debe entender que lo que se le está exigiendo es una programa serio y claro para erradicar la corrupción. Y cuando se reprocha el papel de las fuerzas conservadoras, que indudablemente existen dentro de la futura coalición gobernante –desde el PES hasta Alfonso Romo–, el obradorismo debe entender que una parte de la sociedad está genuinamente preocupada ante el riesgo de que se extravíe la agenda progresista de izquierda o peligre el Estado laico.

En suma, reconciliarnos implica aprender a escuchar, estar abiertos a las posturas del otro y mostrarnos dispuestos a aceptar que sus críticas pueden tener una parte de razón. Reconciliarnos es ser capaces de discutir nuestras diferencias sin estridencias ni exageraciones y hablar con sensatez.

Investigador del Instituto Mora
@HernanGomezB

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