Puede pasar a la historia como el gran reformador de la vida nacional en su combate a la corrupción o como el más notable suicida político de todos los tiempos por sus errores de cálculo. Entre esas dimensiones opuestas se moverá la determinación de Andrés Manuel López Obrador de cancelar el NAIM de Texcoco y optar por Santa Lucía-aeropuerto actual-Toluca. Y es que, aunque parezca una obviedad, hay que enfatizarlo: se trata de una apuesta absolutamente personal; porque ya se sabe que lo de la consulta fue una broma pesada para legitimar la voluntad expresa y expresada hasta la saciedad por el hombre que arrasó con el voto a todos sus adversarios el 1º de julio: era Santa Lucía o Santa Lucía.

Por lo pronto, vale reflexionar la animadversión cuasi enfermiza del presidente electo sobre el proyecto Texcoco a no ser tan solo porque la obra inicia con Peña Nieto. Ahora se dice que el presupuesto de 300 mil millones de pesos traía un sobreprecio de 6 mil millones de dólares, 120 mil millones nuestros; con irregularidades graves en la asignación de contratos. Más aún, apenas ayer AMLO reveló —sin entrar en detalles— que los empresarios inversionistas querían agandallarse en paquete las 600 hectáreas del Benito Juárez con sus dos terminales, cuando se había dicho que ahí podrían alojarse una CU de oriente y un gran centro de desarrollo comunitario. Si así fuere, extraña que no se haya denunciado y esgrimido como argumento fundamental para “limpiar” el proceso, sin necesidad de cancelar la obra; hubiera bastado con meter orden.

Porque, a ver, el comparativo no resiste: Texcoco lleva un avance de la tercera parte; representa también un “hub” o aeropuerto de interconexiones aéreas internacionales que competiría con Houston, Dallas, Miami y otros, representando además un polo estratégico para una actividad clave como el turismo; sería también una oportunidad única de situarnos en la modernidad de aeropuertos nuevos y similares como Beijing o Estambul, con capacidad de movilización de decenas de millones de pasajeros anualmente y el posicionamiento de la marca “México” a escala global.

En cambio, optar por Santa Lucía ha significado un complejísimo galimatías: sin proyecto alguno, es imposible saber sus costos; hasta un niño de kínder entiende que la operación conjunta con el AICM y Toluca entrañará riesgos de tráfico y una enorme problemática de interconexión terrestre; que será en el mejor de los casos un parche a mediano plazo; que la promesa de operar en tres años no está sustentada; que por lo pronto, ya ha provocado la pérdida de 40 mil empleos —más los que vendrían— por el cierre de Texcoco que, paradójicamente, seguirá construyéndose hasta el 30 de noviembre, según se ha comprometido el todavía presidente Enrique Peña Nieto.

Y a propósito, este es el primero de los varios y algunos gigantescos costos políticos que habrá de pagar López Obrador: una creciente distancia entre los dos mandatarios a 30 días de la sucesión formal. Pero hay otros: el cuasi rompimiento con los grandes empresarios que están furiosos y lo que le sigue. Y, por supuesto, la desconfianza de financieros e inversionistas extranjeros que no perderán detalles de las imágenes con el derrumbe de las torres del gran aeropuerto. De lo que pudo haber sido y no fue.

Periodista. 

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