Para quienes miramos las desventuras vaticanas desde el agnosticismo y en lo personal nada nos ata —ni para bien ni para mal— con la Iglesia Católica Romana, también es sorprendente observar el asedio sufrido por el papa Francisco. Tras la renuncia de su antecesor, que para algunos ultras convierte en antipapas a todos sus sucesores, es posible, hoy, que un ex nuncio como Carlo María Viganò, pida nada menos que Francisco abandone el trono de San Pedro y le pida al Papa emérito un lugarcito en el reclinatorio para terminar sus días en la oración y hasta en la penitencia, por encubrimiento.

La destemplada exigencia viene de la mitra más conservadora y pretende contrariar a la otra iglesia, aquella confortada por la sencillez de un Papa atento con la Teología de la Liberación y memorable —ya— por algunos gestos de humildad dignos de aplauso, como pedir la bendición de sus fieles al presentarse, ungido, ante ellos o su pregunta —en un avión— de quién era él para juzgar a los homosexuales.

Pero Francisco se ha topado con la misma piedra que, en creciente medida, afectó la reputación de Juan Pablo II y obligó a tomar medidas a Benedicto XVI. Se trata de los crímenes sexuales —milenarios en la cronología, escandalosos en las cifras y persistentes en cada rincón de la tierra donde ha llegado la iglesia— de los sacerdotes contra niñas y niños. Las denuncias, que proliferan por miles y cunden en los países más clericales donde la sumisión y el silencio de la clerecía eran más eficaces, suponen una crisis cuya envergadura acaso no logre superar la infatuada Iglesia de Roma, que de todo se creía sobreviviente.

Con la debatida conversión de Constantino, la Iglesia se hizo Imperio y como tal salió entera del hervidero de herejías en la que nació. Con la Reforma, perdió a media Cristiandad y sobrevivió en buena medida gracias al depósito de almas arrebatadas en el Nuevo Mundo. La Revolución francesa la humilló hasta que Napoleón la salvó alejándola del poder político, obligando a los clérigos a volverse intelectuales defendiendo, fuera del púlpito y ante una multitud crecientemente incrédula, virtudes y bellezas del catolicismo. A las heréticas innovaciones científicas, se las ha tenido la Iglesia que tragar como sapos, una tras otra y las encíclicas antimodernistas asustaron sólo a pocos católicos. La indiferencia, en el mejor de los casos, de Pío XII ante los crímenes del nazismo, conectó con una cristiandad que, en 1945, fue renuente en admitir que el pueblo judío había sido la principal víctima de Hitler.

Acercándose el siglo XXI a sus primeros veinticinco años me parece que la situación es distinta. Por primera vez en la historia, a diferencia de la ideocrática centuria pasada, los derechos humanos son una filosofía moral de carácter universal y en buena parte del planeta, vinculante, al grado de que más allá de castigos eclesiásticos que poca reparación y consuelo ofrecen a los católicos ultrajados, los obispos, ante el alud de querellas, les suplican que recurran a la ventanilla del brazo secular.

Es difícil que la Iglesia, esta vez, capee el temporal. Nadie tolera, como decía Dostoievski, el alma dañada de un niño a través de la corrupción de su cuerpo. El franciscanismo de un jesuita como Bergoglio no da para tanto en una época hiperconectada e incapaz de ofrecer la otra mejilla. Algunos de sus fieles le ruegan la revolucionaria abolición del celibato eclesiástico, introducido con dificultad durante los primeros siglos cristianos y ajeno al Nuevo Testamento. Otros católicos le exigen al Papa, como arma letal contra sus adversarios, la convocatoria de un III Concilio Vaticano, que ojalá sea tan progresista como el anterior, pero menos antiestético. Habiendo renunciado Francisco a las babuchas encarnadas de sus antecesores, nadie quisiera estar en sus zapatos de cura popular de los que se sentía tan orgulloso.

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