La teoría dice que para ganar una elección presidencial en estos tiempos hay que dominar el mensaje en las redes sociales y en los medios electrónicos tradicionales. La campaña “a la antigüita”, con mítines en la plaza, recorridos por los pueblos y cabeceras municipales, se dice, ya no funciona. O por lo menos no es determinante para las preferencias.

Pero en este México de 2018, de nueve partidos políticos y tres coaliciones tripartitas, millones y millones de pesos del financiamiento público —ya sea directamente de las prerrogativas o “canalizado” de las arcas de gobiernos afines— se destinan campaña tras campaña para una de las prácticas más arcaicas, la de llenar plazas para que los candidatos digan en mítines “a reventar” lo mismo que dicen a través de los medios.

El famoso “acarreo” goza de cabal salud en las campañas presidenciales de este año. Esa práctica que tanto se le criticó al PRI de la era de partido hegemónico y que hoy aplican por igual todos los partidos, sin excepción, se nutre fundamentalmente de la necesidad de los más pobres.

Por conocida, está olvidada en la conversación electoral. El trabajo que hicieron mis compañeros reporteros de Despierta, Ana Lucía Hernández, Guillermo López Portillo y Claudio Ochoa, nos la recuerda y nos muestra la crudeza del mecanismo con el que se opera.

El estigma repetido en los debates tuiteros de simpatizantes de una u otra candidatura, sobre los despreciables “acarreados” frente a los “verdaderos convencidos” se derrumba en este reportaje. Lo que nos enseña es, primero, el oficio de los operadores —partidistas o independientes— que reúnen, prometen beneficios, transportan, pasan lista y a veces pagan poco más de cien pesos y proporcionan algo de comer a las personas que aparecerán en las crónicas de campaña como los simpatizantes de tal o cual partido, que llenaron la plaza para escuchar a su preferido.

Esos operadores cobran por su labor y la ofrecen al mejor postor. Los organizadores de los partidos ya saben a dónde acudir para contratar sus servicios. No es cuestión de militancia, simpatía o preferencia. Es un negocio.

Los ríos y ríos de “simpatizantes” que bajan de los autobuses para echar porras a los candidatos, que en la mayoría de los casos no saben ni quiénes son, se forman con personas que tienen historias individuales, alguna esperanza de mejoría, pero sobre todo necesidad y pobreza.

Llegan desde el trabajador amenazado de perder su empleo si no gana el partido en cuestión, hasta la anciana que espera tal vez lograr que, ahora sí, le den una lámina para su techo, pasando por el ama de casa que tiene la ilusión de que le cumplan la promesa de darle una máquina de coser para trabajar por su cuenta y buscarse una vida mejor.  Van a un mitin y a otro, de un color y de otro.

Caminan largos trayectos, a veces convencen a sus familiares y vecinos de ir con ellos, se forman para que les pasen lista o les tomen una foto, si tienen suerte alcanzan camión. Lo que dicen los candidatos en los templetes ni lo escuchan. No van convencidos ni son mercenarios. Van porque, en periodos electorales, se les abren algunas de las muy pocas oportunidades de mejorar aunque sea un poco sus condiciones de vida.

Terminado el mitin, los candidatos se van a presumir que los apoya el pueblo.

Google News