Ellas no denuncian el acoso o el abuso o el hostigamiento o la agresión porque denunciar lo que sea en México es una pesadilla y denunciar un delito sexual es un calvario.

Ellas no denuncian porque denunciar es revivir todo, ser víctima de nuevo, ser condenada a describir paso por paso, doloroso detalle por doloroso detalle, cada acto de agresión a una legión de extraños dedicados a impedir la denuncia.

Ellas no denuncian porque la denuncia rara vez conduce a la justicia, porque la impunidad en materia de delitos sexuales, desde el acoso hasta la violación, es casi universal.

Ellas no denuncian porque la primera reacción es no creerles, ponerlas bajo sospecha, conjeturar sobre sus motivos, cuestionar sus intenciones, suponer que una acusación no es más que despecho o venganza o ansia de prominencia.

Ellas no denuncian porque, con demasiada frecuencia, el agresor o el acosador o el hostigador es novio o marido o amigo o padre o alguien que va a seguir allí, en el núcleo familiar, en el entorno cotidiano, en el espacio de trabajo, en el hogar mismo.

Ellas no denuncian porque las van a tratar de culpar, porque les dirán, hombres y mujeres, que bien ganada se la tenían, que quién las manda a vestirse así o salir así o beber así o hablar así, que si no saben cómo son los hombres y que los hombres piensan con los genitales y que así es y que deberían de tenerlo bien aprendido.

Ellas no denuncian porque hay poder de por medio y la necesidad de obtener sustento y un jefe o jefes que creen que el derecho de pernada sigue vigente y que no tiene nada de malo, es un quid pro quo, algo por algo, mera justicia.

Ellas no denuncian porque no quieren ser excluidas, porque buscan abrirse paso y entrar a los espacios donde se toman las decisiones y no quieren ser las “exageradas” o las “histéricas” o las que no entienden una “broma”.

Ellas no denuncian porque alguno o algunos van a salir a machoexplicar que hay un cuándo y un cómo para denunciar, y ese cuándo ya fue y ese cómo es de otra forma, y hay que decir las cosas en el momento que pasan, aunque la denunciante tuviese todo en contra, aunque hubiese un desbalance monumental de poder, aunque la vida o la integridad o el futuro de la víctima estuviesen en juego.

Ellas no denuncian porque no quieren ser acusadas de feminazis, de buscar la muerte del coqueteo, de cerrarle la puerta a la seducción, de ser castradoras y victorianas y pudibundas, de no entender que el acoso no es más que lindo halago y el grito vulgar es solo fino ejemplo de la picaresca nacional.

Ellas no denuncian porque no quieren ponerse en el centro de un huracán de redes sociales, recibir nuevas amenazas, convertirse en objeto de odio y diversión de miles de troles anónimos (y no tan anónimos).

Ellas no denuncian porque los aliados y amigos se quedan callados, porque no surgen voces suficientes para proteger y arropar a quién sí denuncia, porque no hay espacios para escuchar las muchas historias de acoso y violencia de las muchas que no son famosas ni quisieran serlo.

Ellas no denuncian porque, en demasiado número y con demasiada frecuencia, los hombres no entendemos que no entendemos. Y así nos comportamos.

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