Son detestólogos de tiempo completo: algunos aseguran que si gana se irán del país; otros que con él vamos directo a la ruina; que les quitará el dinero a los ricos para repartirlos en las esquinas a los pobres; que revivirá a la momia de Chávez para hacerlo secretario de Economía y que, por supuesto, detendrá la construcción del Nuevo Aeropuerto.

En cambio, los amnólogos imaginan el paraíso: que caerá el maná del cielo; que se acabará la corrupción; que nunca más habrá un muerto del crimen organizado; y que todos conoceremos al fin las extravagancias de Los Pinos ahora convertido en el Museo del Lujo y el Dispendio, como parte de los atractivos de Chapultepec.

Al grado que los capítulos recientes no son sino la punta del iceberg —o de los muchos icebergs— que se han colocado en la ruta de navegación del candidato de Morena. Lo notable es que este sobrecalentamiento, a estas alturas del proceso, parte de la percepción y hasta la absoluta seguridad —aun de sus detractores— de que ganará la elección y ya nada podrá detenerlo.

De no ser así, ¿por qué un grupo sustancial de los más poderosos empresarios mantienen un juego de vencidas con él precisamente? En paralelo, van y vienen versiones de la búsqueda desesperada de un encuentro entre el PRI-gobierno y el PAN-candidato Ricardo Anaya, quien después del debate vendió muy bien la percepción de que sólo él puede oponerse al tabasqueño. Lo dramático es que en la ecuación no figura siquiera un candidato llamado José Antonio Meade, quien se supone que cuenta con todo el aparato del Estado.

A propósito, el “relanzamiento” de su campaña es la última llamada en busca del milagro. Sólo que el nuevo dirigente priísta deberá hacer algo más. Un hombre convencido y decidido a jugarse con todo esa última carta. La pregunta es si no lo invitaron demasiado tarde a la partida, cuando restan solo 52 días para la elección y 49 de campaña. Además de que aún desde la cúpula priísta René Juarez no podrá solo. Es urgente convenir cambios en el equipo de campaña de Meade si no quieren caer en el gatopardismo electoral de que todo cambie para que todo siga igual.

Mientras tanto, sigue gestándose la amenaza del odio que anticipa violencia. Y una campaña descarada o soterrada que va mucho más allá de la libertad de expresión y atenta abiertamente contra el proceso democrático: hacer todo lo posible porque uno de los candidatos no gane la contienda de ninguna manera y a cualquier precio.

Aunque parezca ingenuo, soy de los que cree que todavía es posible darnos una contienda civilizada. Evitar el riesgo gigantesco de una batalla campal sin reglas en la que todo se valga. Bajar la intensidad de un odio que trasciende a un candidato y amenaza con desgarrar a la nación.

Y en ese propósito, todos debemos estar comprometidos: los medios, los empresarios, los partidos y, claro, los candidatos. Gane quien gane la elección presidencial del 1º de julio.

Periodista.

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