México tuvo ayer una noche que solo puede ser calificada de histórica. El júbilo y las multitudes desbordadas; la risa, el llanto, los nudos en la garganta, la felicidad palpable, marcaron el ingreso de la democracia mexicana en su vida adulta.

Tendremos que dejar de colgarle a esa democracia el adjetivo de “incipiente”. No habrá nada más absurdo que decir lo que se dijo tantas veces, durante tanto tiempo: “En México no hay democracia”.

Qué grata sorpresa. En México sí hay democracia y cumplió anoche la mayoría de edad. La edad que tienen los ciudadanos que ayer votaron por primera vez —y pudieron comprobar que su voto vale.

No solía ser así. Cuántos no llegaron a Los Pinos sin la legitimidad que da una jornada electoral como la de ayer, marcada por el orden, la legalidad, la transparencia y la civilidad. Una jornada ejemplar.

La fiesta democrática de ayer me recordó otra que la capital del país vivió hace 18 años, en julio de 2000, la noche en que triunfó Vicente Fox.

Parecía imposible que aquello pudiera suceder después de 71 años del PRI en el gobierno. Pero el presidente priista Ernesto Zedillo apareció en cadena nacional y dijo:

“Hace un momento me he comunicado telefónicamente con el licenciado Vicente Fox para expresarle mi sincera felicitación por su triunfo electoral, así como para manifestarle la absoluta disposición del gobierno que presido, a fin de colaborar, desde ahora y hasta el próximo primero de diciembre, en todos los aspectos que sean importantes para el buen inicio de la próxima administración federal”.

Fox había vencido por poco más de seis puntos al priísta Francisco Labastida. El ambiente general indicaba que acababa de derrumbarse un sistema anquilosado y corroído por la corrupción.

La gente se desbordó en Reforma. Gritaba, lloraba, reía, se abrazaba. Recuerdo aquel nudo en la garganta, aquel azoro histórico: ¡al fin se había ido el PRI!

—¡No nos falles! —le gritaban a Vicente Fox en el Ángel.

—No les fallaré —respondía él.

Era la primera alternancia en la historia de México desde tiempos de la Revolución. Las expectativas eran altísimas. Pero el bono democrático le duró a Vicente Fox solo unos meses, y sabemos lo que sucedió: su claudicación a desmontar el régimen político de la corrupción, la traición al sistema democrático que lo encumbró, el desencanto de la sociedad hacia una clase política indolente e ineficiente —encabezada nada menos que por la propia pareja presidencial.

Tras el sainete del desafuero de Andrés Manuel López Obrador, y luego de la crisis electoral de 2006, de aquella noche de julio del año 2000, de la fiesta democrática de la transición, solo quedó un regusto amargo.

Una sensación de fracaso que se extendió hasta cubrirlo todo cuando llegaron los años de la llamada “guerra contra el narcotráfico”, que sumergió al país en un horror hasta entonces desconocido, y cuando vinieron los escándalos de corrupción que han acompañado el sexenio de Enrique Peña Nieto.

No había vuelto a darse una noche así desde entonces. Una noche arrancada al cinismo, la avaricia, la ambición, la momificación de una lamentable clase política.

Una noche ganada por los ciudadanos. Una noche democrática para México.

Creo que lo ocurrido anoche en las calles pinta de cuerpo entero la responsabilidad que AMLO se ha echado a cuestas. Creo que para llevarla a buen puerto necesita antes que nada llamar a la reconciliación de una sociedad que no ha hecho más que herirse durante muchos años (muchas veces azuzada por él mismo).

Creo que a continuación tendrá que ponerle plazos claros y específicos a cada una de las cosas que ha prometido.

Creo, finalmente, que la sociedad deberá tener paciencia, y que la sociedad civil deberá estar muy atenta a los tiempos que vienen.

Si a AMLO le va bien a México le irá bien.

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