¿Alguna vez han estado en calma frente al mar, sin hacer nada más que observar y escuchar el oleaje que se recuesta sobre la arena? Bueno, pues eso le pasó a la selección en el viaje que ha llegado al mismo desenlace que los anteriores –un pasado insistente y periódico– solo que éste ha tenido una reacción que raya en lo predecible. Dentro de mi sentidos, en el mar de mi imaginación, me encontraba en esa silla de plástico que había puesto en el punto exacto donde se remojan los pies con los coqueteos del agua. Desde ahí y con una tranquilidad anormal veía como la eliminación del cuadro mexicano se convertía en la normalidad atmosférica que se produce cada cuatro años.

No he reaccionado como de costumbre, más bien he reanudado mi actuar con una serenidad inesperada y creo saber por qué es. En las ediciones pasadas hubo coraje, rechazo y camiones enteros cargados de frustración por quedar fuera de un Mundial sin haberlo pensado o, peor aún, sin haberlo merecido.

Ahora me ha tocado asimilarlo en el tiempo de un chasquido, como si lo impensado estuviera previsto. Cerrar el puño, apretar los dientes o siquiera soltar una grosería para aliviar el arroyo de desilusión ha sido innecesario, la huida del conjunto azteca ha sido un tanto insípida. No metieron las manos a tiempo y prefirieron que sus palabras dulces convencieran a todos, menos a ellos.

No voy a culpar a nadie ni haré señalamientos comunes que denoten la responsabilidad del fracaso mexicano. Las redes parecen clubes de odio y desprestigio donde los miembros tienen que condenar con nombres y apellidos a los acusados para permanecer en ellos. Hasta el momento ha existido un buena autocrítica que no me genera preocupación. De hecho aunque no la hubiera seguiría templado, como el clima de mi atardecer especulativo.

Vuelvo al paisaje que les conté, en la silla, el sol sangrante y el viento balsámico. Con ella han llegado unas personas que han optado por sentarse sobre la arena a despedir el atardecer. Unos miran hacia el frente, otros reflexionan con el cielo y los más alejados a mi asiento han decidido adentrarse en el agua.

Específicamente me encuentro a un costado del Río Volga. Tan solo a una minúscula caminata de la Arena Samara, lugar donde el equipo mexicano abandonó sus propias aspiraciones. He querido permanecer en el sitio para dejar cualquier rastro de abatimiento porque a final de cuentas, y como ya lo dije, el pesar ha sido casi inexistente.

La gente a mi lado se ha levantado para tomar rumbo, van al sur por el río. Sin embargo, sé hacia donde llega el agua si tomas la dirección de Volgogrado, el destino es como una emboscada confusa que posee distintos frentes que hay que analizar para buscar la salida correcta. Es el Mar Caspio la parada final que esas personas tendrán que afrontar antes de su regreso a México.

En este punto ya sabemos quienes eran los que llegaron a mi lado con perfil meditabundo, los que tendrán que viajar en primera instancia a su conciencia para reparar lo hecho consigo mismos. Al final del trayecto está el Caspio que espera con sus cinco frentes para cuestionarlos sobre su andar.

El viaje de los jugadores es un vereda que no solo les corresponde a ellos transitar, sino también a los encargados del manejo del futbol en nuestro país. Casi 30 años de ayuno en los octavos de final, mismos años que no han permitido la mejora deseada del balompié en nuestro país. Serán épocas de silencio y consideración, donde más de 120 millones de mexicanos y 23 convocados son presos del pasado.


Aldo Casas

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