Es lo que nos preguntamos todos y todavía no tenemos la respuesta. Pero desde luego que no el México en ruinas que nos describen los morenos, ni el país en Alta Definición que nos mostró Enrique Peña Nieto en su último informe.

Tal vez los entrantes podrían reconocer los muchos o pocos logros alcanzados hasta ahora y los salientes rectificar en algunas cuentas alegres. Aprovechar estos cien días que faltan para el cambio de gobierno y contar al fin con un diagnóstico realista y certero que buena falta nos hace a todos. Descorrer de una vez el velo de misterio que cubre los interludios transexenales y tradicionalmente llenos de sombras. Y, por supuesto, también de complicidades en el relevo de gobiernos del mismo signo partidista y aún entre gobiernos de alternancia.

Ahora vivimos una etapa histórica única en la que lo inédito se ha hecho cotidiano. En la que expresiones como “nunca antes” o “por primera vez” han pasado a formar parte del habla común. Los gobiernos de Peña Nieto y López Obrador protagonizan —sobre todo el segundo— una transición tan aterciopelada que no se ve en el horizonte ningún motivo de rompimiento o enfrentamiento. A menos que en las próximas semanas surgiera un diferendo notorio sobre datos, cifras clave o dineros faltantes.

Por lo pronto hay dos realidades, tan lacerantes que explican por sí mismas el rechazo al régimen actual y el veredicto popular en las urnas el 1 de julio. La primera, que un país con 200 mil muertos y 35 mil desaparecidos se ubica en la barbarie y se aleja de la civilización. El propio presidente hubo de admitir que en materia de seguridad no se alcanzó el objetivo de pacificación que él y su gobierno se propusieron.

El otro flagelo brutalmente ofensivo día a día es el de la desigualdad. El dato presentado hace unos días por la Cepal y la UNAM es devastador: la riqueza acumulada por solo diez mexicanos equivale a los ingresos de 60 millones, casi la mitad de toda la población.

Así que Peña Nieto tiene derecho a defender sus reformas estructurales y a presumir sus logros en materia económica: macroestabilidad; control de la inflación; 4 millones más de empleos; 80 por ciento de incremento de contribuyentes; la mayor inversión extranjera directa de la historia con 192 mil millones de dólares; la vivienda 10 millones entregada por el Infonavit; un vigoroso sector agroindustrial; el turismo reposicionado a nivel mundial y hasta una decena de acuerdos comerciales, incluido el todavía polémico TLCAN.

Sí. Pero mientras no se cierre la brecha gigantesca entre los cada vez menos que tienen más y los cada vez más que tienen menos, seguiremos siendo un país francamente inhumano. Una dolorosa asignatura pendiente a la que ni siquiera López Obrador ha querido entrarle de frente, porque cuestiona al tótem inamovible de los últimos gobiernos de todo signo: el modelo económico. Frente al cual no hemos sabido proponer a la nación una vía propia que deje de ver a la miseria como subsidiariedad y compasión. Y que, por el contrario, la vea como un asunto de mercado. Proponga esquemas de generación de riqueza a partir de la pobreza; planteándose sin hipocresías que no nos conviene que haya más pobres, porque luego quién compra.

En resumen, debemos exigir que entre unos y otros nos den un retrato cabal del México que somos, para decidir el México que podemos ser.

Periodista

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