El sábado pasado, en un arranque de insomnio, me puse a indagar la edad de los integrantes del probable gabinete de Andrés Manuel López Obrador. Descubrí un dato que me pareció interesante: los designados hasta ahora a posiciones de primer nivel en el próximo gobierno tienen una edad promedio de 59.7 años, probablemente más elevada que la mayoría de los gabinetes recientes.

Ese hecho no es bueno ni malo, pero sí dice algo sobre las prioridades del futuro presidente, los circuitos de reclutamiento del nuevo grupo dirigente y el posible estilo de gobierno. Es solo un elemento para el análisis. O así lo supuse.

Decidí compartir el hallazgo. En un tuit, listé las dependencias, junto a la edad de su probable titular, añadí la edad promedio y rematé con una pregunta: “¿El gabinete más viejo de la historia?” (la respuesta es no: el último gabinete de Porfirio Díaz era de edad promedio considerablemente mayor).

Allí se desató la tormenta. O, por decirlo en el lenguaje de las redes sociales, el asunto se viralizó. En espacio de cinco días, el tuit recibió mil 963 contestaciones, 3 mil 852 retuits, 6 mil 60 likes y 524 mil 793 impresiones.

Algunas de estas reacciones fueron algo menos que amables. Fui acusado de gerontofobia y de discriminar en contra de los adultos mayores. Algunos me recordaron (a veces con mentada de madre) que edad significa también experiencia y sabiduría. Un señor de 58 años me retó a una carrera en moto. Alguien me llamó racista y otro me dijo “xenofóbico” (¿la edad es otro país?). Me acusaron de ser calvo (lo soy) y estar pasado de peso (lo estoy). Varios señalaron que me veo mucho mayor que mi edad biológica (es posible). Incluso me espetaron que soy muestra de “podredumbre moral” y que, de seguro, maltrato a mis padres.

Muchos comentarios en sentido contrario no fueron mejores. Hubo por supuesto todo género de referencias a los dinosaurios y al mundo jurásico. Varios aseguraron que la edad promedio del gabinete es prueba irrebatible del regreso del “PRI autoritario y corrupto” (mi tuit no decía nada sobre la trayectoria de los miembros del equipo de AMLO). Más de uno pidió la instalación de unidades de emergencias médicas en cada dependencia. Otros dijeron que sí traían experiencia, “pero para robar”.

No pretendo con esto quejarme de las redes sociales. Todos los que participamos en ellas sabemos que son más cantina de barrio que ágora ateniense. Uno no va a Twitter esperando toparse a Cicerón o suponiendo que el comportamiento allí se guía por el manual de Carreño. Las redes son lo que son y punto.

Pero esta controversia específica me parece interesante. Es cierto, no debí de haber usado la palabra “viejo” (hubiese sido mejor hablar del gabinete de mayor edad promedio) y así lo reconocí en un tuit posterior. Pero eso me parece una falta relativamente menor (otros tal vez opinen distinto).

El punto importante es que tal vez estemos ante la muerte de los hechos neutrales. En toda la avalancha de comentarios, nadie impugnó la veracidad de la información, pero muchos cuestionaron su relevancia o mis motivos para listarlos. Muchos usaron los datos para reforzar sus creencias previas. Algunos lo vieron como agresión, otros lo usaron como garrote. Muy pocos lo leyeron como un listado aséptico de hechos.

¿Lo era? Así lo creí en el momento, pero probablemente estaba en el engaño. En nuestra plaza pública, cada dato es un proyectil. Cada decisión de énfasis, cada hecho que destaquemos por encima de otro, tiene un sentido político. Asumir que hablamos desde la imparcialidad es mucho asumir en el México que se nos viene.

Entonces, gracias a todos los que me dedicaron tiempo, diatribas, chistoretes y mentadas de madre: me enseñaron algo importante.

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