En 1878, el escritor José María Roa Bárcena publicó un relato inspirado en una antigua leyenda urbana de aparecidos. El cuento se tituló Lanchitas. Se le considera la obra fundacional de este género en México. A mí me ha fascinado siempre.

De camino a la tertulia que suele sostener con un grupo de amigos, un sacerdote al que cariñosamente llaman Lanchitas —su apellido es Lanzas— se encuentra con una mujer que le pide que vaya a confesar de manera urgente a un moribundo.

Cae la noche. El sacerdote se interna en una zona oscura, apartada y fangosa, de la Ciudad de México. La mujer lo guía hasta una antigua accesoria en el callejón del Padre Lecuona.

Ahí, un moribundo tendido en un rincón le confiesa pecados que parecen haber ocurrido hace mucho tiempo, hace muchos siglos. Acostumbrado al delirio de los febricitantes, a los extravagantes trastornos de los moribundos, el padre Lanzas lo exhorta al arrepentimiento. Cuando la confesión termina, el sacerdote descubre que la mujer que lo guió ha desaparecido. Regresa fatigado a su tertulia y entonces descubre que olvidó en aquel cuartucho un finísimo pañuelo.

“Prevalido de su confianza en la casa”, escribe Roa Bárcena, el padre Lanzas llama a un criado, le da las señas de la accesoria y lo despacha en busca del pañuelo.

El criado vuelve con la noticia de que en aquel domicilio no vive nadie. Según el sereno al que consultó después de golpear la puerta durante media hora en vano, la accesoria lleva mucho tiempo vacía.

El padre cree que hay una confusión y se decide a volver al lugar a la mañana siguiente. Entre las hojas y el marco de la puerta hay telarañas y polvo. Con un manojo de llaves viejas, que le proporciona el dueño de la accesoria —quien confirma que en ese sitio no vive nadie—, el padre abre la puerta.

A pesar de la oscuridad, puede notar que la habitación está deshabitada, sin muebles y sin rastro alguno de inquilinos.

En el ángulo del cuarto en donde Lanzas recuerda que estaba el enfermo, está, sin embargo, el pañuelo. “Era el suyo, y las marcas bordadas no le dejaban duda alguna”.

Hace unos días pensamos dedicar una emisión de El Foco, el programa que conduzco en ADN40, a lugares de la Ciudad de México en los que se hubiera dado un “sucedido”: una leyenda de linaje fantasmal. El historiador Jesús Campos, de Intervención Histórica, aceptó ser nuestro guía. Nos citó a las siete de la noche frente a la parroquia de Santa Catarina.

Campos había prometido llevarnos al sitio en el que, según la leyenda, el padre Lanzas confesó a aquel muerto. No me detuve a pensar en lo que íbamos a hacer. Fue un error.

Cuando caí en cuenta, caminábamos con el equipo por República de Nicaragua. Estaba encima la noche, la mayor parte de las casas se hallaban cerradas, los negocios habían bajado sus cortinas. La calle lucía inquietantemente solitaria.

Mi compañera de conducción, Veka Duncan, le preguntó a un patrullero si habría vigilancia en la zona. El patrullero dio una respuesta desconcertante, puso en marcha el motor, y se alejó: “Nada más estamos hasta las siete. Por la inseguridad”.

Nos quedamos prácticamente solos en la calle. Comenzamos, sin embargo, a grabar. Una llovizna volvió todo más fantasmal.

Desde el principio comenzaron a ocurrir cosas extrañas. Motonetas que se acercaban, silbidos de alerta, llamadas telefónicas para avisar que había gente extraña en la zona.

En menos de dos semanas han ocurrido ocho muertes en Tepito. Hace días apareció descuartizado sobre un montón de basura el cadáver de un ex convicto (el de su mujer lo fueron a tirar a Chalco). Hace unos días, también, los tripulantes de una motoneta entraron en una barbería de República de Cuba y asesinaron a un hombre e hirieron a otros cuatro. Una balacera en Vidal Alcocer y Peña y Peña dejó dos muertos; una ejecución en Ferrocarril de Cintura arrojó dos cadáveres más.

Los estragos de la lucha entre La Unión y la Fuerza Anti Unión, los dos grupos criminales que se disputan las calles, son evidentes a cada paso. En la calle solitaria los rostros asomaban y se esfumaban, se oían nuevos chiflidos, venían más motonetas, pasaban camionetas blindadas y llenas de tripulantes: circulaban por la calle como por una zona de guerra. Solo que esa zona de guerra está a cuatro cuadras del Palacio Nacional.

Caminamos por Nicaragua, dimos vuelta en Argentina, doblamos en Paraguay. En ese punto nos hacía brincar hasta el sonido de un claxon.

No nos dejaron seguir. A la mitad de Paraguay, un hombre salió por la puerta de una vecindad y gritó:

—¡Si siguen caminando les vamos a dar fierro! ¡Se los va a cargar la verga!

Por supuesto que no seguimos. Volvimos sobre nuestros pasos, caminando demudados por las mismas calles por las que 150 años antes, demudado también, había huido el padre Lanzas.

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