Es el primer gran desafío de la dupla AMLO-Ebrard en política exterior. Y hay que reconocer que se trata de un galimatías indescriptible, una madeja gordiana y un rompecabezas incompleto.

Es uno de los países más extensos y ricos del continente. Reducido ahora a una pobreza inaudita que ha empujado a tres millones de venezolanos a buscar comida, medicinas y paz en Colombia o Brasil. Hablamos de un territorio que todavía encierra las mayores reservas petroleras de todo este planeta. Pero donde la inflación ha alcanzado el trágicómico índice de 1,000,000 %.

Toda una pesadilla social que llena las pantallas del mundo con las imágenes de la escasez y la desesperación; pero también de la rabia manifestada en furiosos ríos humanos que exigen un cambio de rumbo que evite el precipicio. Y es precisamente esa sobreexposición mediática, la que ha provocado que las miradas de los gobiernos de todos los signos y latitudes se dirijan a una Venezuela marcada por las más brutales contradicciones.

Y México no ha sido la excepción por múltiples razones históricas, ideológicas, regionales y culturales: nos unen luchas comunes de 200 años de independencia; batallas justicieras contra opresiones y dictaduras; la fortaleza de una cultura compartida en una formidable lengua común y hasta el sueño de una gran patria en esta América Latina nuestra de todos los días.

Pero ya decíamos que hoy el sueño es pesadilla. Y no sólo en las calles de ciudades y pueblos de esta nación por ahora inexplicable, sino en el entorno internacional desde donde se mira una realidad venezolana que ha ido de un extremo a otro en los veinte años recientes: la de un Hugo Chávez que surgió como golpista para salir de la prisión como candidato y devenir presidente y luego dictador inflexible; el mismo que repartió su petróleo para construir en su mente enfebrecida un liderazgo regional que lo elevara incluso más allá del mítico Fidel Castro. Una ambición que sólo podría construirse con el aplastamiento de libertades, el silencio de los medios y la cárcel implacable para todos aquellos que se opusieron a sus designios.

En ese afán, el 10 de enero de este año su sucesor Nicolás Maduro se perpetuó en una elección calificada de fraudulenta por millones de venezolanos que ahora apoyan al treintañero Juan Guaidó, quien se ha autoproclamado presidente a cargo. Un espontáneo fenómeno de popularidad para algunos. El producto de una maquinación trumpista para otros. Pero que por lo pronto ha obtenido el reconocimiento de Washington y sus aliados en Europa y América que advierten que la crisis humanitaria en Venezuela estallará en cualquier momento; lo que justifica una invasión militar.

En este escenario, la propuesta de México-Uruguay por un diálogo Maduro-oposición sin condiciones previas —sobre todo elecciones libres— ha estado desde el primer momento condenada al fracaso.

Para algunos, la cautela mexicana no nos confronta con el señor Trump y eso es un triunfo. Para otros, el situarnos como alternativa entre los extremo-derechistas como Bolsonaro y Duque, y los extremo-izquierdistas como Evo y Ortega, es una oportunidad perdida de un nuevo liderazgo latinoamericano. Pero igual a nuestro presidente no le interesa; ocupado como está en su Cuarta Transformación.


Periodista. 

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