El lunes pasado, en este espacio, argumenté que el modelo teórico de la justicia transicional encajaba mal en el caso mexicano, que no se adecuaba bien a nuestras modalidades de violencia y conflicto, y que eso iba a acabar desbarrancando el proceso de lo que hoy llaman pacificación.

Esa afirmación es algo imprecisa. Las herramientas jurídicas e institucionales propuestas por el equipo de transición —amnistías, comisiones de la verdad, leyes especiales, etc.— están bien adaptadas para un conflicto específico en México. Pero no es el conflicto que traen en mente los asesores del Presidente electo.

El conflicto en cuestión es el que enfrenta desde hace más de medio siglo al Estado mexicano con organizaciones guerrilleras de extrema izquierda. Es una disputa que no es muy visible, pero que ha dejado una estela no menor de muertos, secuestrados y desaparecidos, además de conducir a la militarización de zonas importantes en Guerrero, Oaxaca y Chiapas.

Es, además, un conflicto en una suerte de empate estratégico. Las principales organizaciones guerrilleras —el Ejército Popular Revolucionario (EPR) y el Ejército Revolucionario del Pueblo Insurgente (ERPI), en particular— no han crecido desde hace décadas y no tienen ninguna posibilidad de conquistar el poder. Por su parte, el gobierno no tiene el estómago para liquidar a sangre y fuego a esos grupos.

En esas condiciones, podrían intentarse algunos acercamientos que eventualmente derivasen en un proceso de paz.

En ese proceso de paz, se podrían desplegar múltiples instrumentos de justicia transicional. Se podría, por ejemplo, aprobar una ley de amnistía —similar a la que se pasó en los setenta— para los combatientes de los grupos guerrilleros. Se podría tal vez promulgar una ley de facilitación de la negociación, como la Ley para el Diálogo, la Conciliación y la Paz Digna en Chiapas, aprobada en los noventa. Pudiera haber una comisión de la verdad para atender el capítulo de los desaparecidos durante la llamada guerra sucia (o los que se acumularon después). Se podrían incluir programas de desarrollo para las comunidades rurales donde ha habido presencia guerrillera.

Un proceso de esa naturaleza tendría varias ventajas:

1. No generaría mucha resistencia política. Las guerrillas mexicanas no son particularmente impopulares entre las clases medias o el empresariado. Es más, muchos probablemente se sorprendan de que aún existan.

2. Hay algunos vasos comunicantes entre la izquierda legal y la clandestina, lo cual podría facilitar los acercamientos.

3. Hay diversos antecedentes en México de leyes especiales para lidiar con el fenómeno guerrillero (como los ya señalados arriba).

4. El posible trato especial no involucraría a muchas personas: tal vez algunos cientos de combatientes y algunas decenas de presos.

5. Permitiría atender de manera oblicua los problemas más amplios de seguridad y desarrollo en zonas rurales.

6. Hay salidas políticas no particularmente complicadas: al EPR o al ERPI (o a otros) se les podría abrir un camino para registrarse como un partido político.

Por último, un proceso de ese género permitiría generar aprendizajes para un esfuerzo más amplio de pacificación. Sería, por decirlo de algún modo, la versión beta de toda la política. Y permitiría vislumbrar que se puede y que no se puede: si se dificulta aplicar un modelo de justicia transicional en un caso relativamente simple, tal vez habría que poner en duda la aplicabilidad del modelo para atender asuntos más complicados, donde los actores no son guerrilleros que quieren la Revolución, sino mafiosos que no quieren otra cosa más que dinero.

Nota: el EZLN ya no es guerrilla. Requiere un abordaje muy distinto.

. @ahope71

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