Brujas, Bélgica.— El sirio de 30 años Wael Loulou habrá perdido todo, menos su ilusión como modisto, costurero, diseñador y creador: “Mientras uno tenga vida, siempre habrá esperanza”, dice en neerlandés, un idioma que ha tenido que aprender como parte de un proceso de superación.

“Es muy difícil arrancar de cero, más cuando vives en un país donde la lengua, la cultura y las reglas son distintas al lugar donde naciste”, continúa en conversación con EL UNVIERSAL.

“Pero no me quejo, me están dando la oportunidad y debo aprovecharla”, agrega.

Wael pertenece a la generación de refugiados de 2015, año en que la Unión Europea registró un millón 300 mil aplicaciones de asilo, de acuerdo con la Agencia de Estadísticas de la Comunidad Europea (Eurostat).

El sirio dice que llegó a la medieval ciudad de Brujas, Bélgica, por el destino. Nació en la localidad siria de Aleppo y se crió en la familia de un maestro zapatero. A los 18 años comenzó a estudiar corte y confección.

Apostó por la elaboración y el diseño de ropa para damas: “La confección de ropa de hombre, especialmente traje y camisa, me parece aburrida. Por el contrario, la ropa femenina es muy variada, está llena de colores, novedades, retos. Me encanta jugar con el encaje”.

A la par de los estudios, trabajó en un taller, en donde aprendió el aspecto fino del oficio. Su pasión por la tela, el hilo y la aguja la canalizó a la alta costura, a la creación de prendas de gala y vestidos de novia.

A los 21 años montó su propio taller. Allí, con sus creaciones, al menos hizo feliz a 60 parejas de Aleppo con los vestidos que lucieron el día de nupcias. “La primera novia que vestí fue a la mujer de mi hermano. Fue un hermoso vestido blanco de alto grado de dificultad. Utilicé más de 20 metros de tela. Fueron muchos cortes. Bien recuerdo el momento cuando se paró frente al espejo por primera vez”, cuenta Wael.

Su talento fue premiado con una invitación para trabajar en el extranjero, concretamente en Trípoli, capital de Libia. Pero la fortuna se esfumó cuando el caos se propagó por la tierra gobernada durante 41 años por el coronel Muamar Gaddafi.

“Era imposible volver a Siria, tampoco podía quedarme en Libia, así que partí a Italia”, recuerda Wael, quien describe como una “pesadilla” el trayecto a bordo de la embarcación con la que cruzó el Mediterráneo.

En Italia escuchó sobre dos destinos generosos con los refugiados: Alemania y Suecia. Se inclinó por el segundo, durante la travesía conoció a un sirio que le dijo tener familia en el país escandinavo. En Bruselas, en donde esperaba la oportunidad para seguir el camino, un día despertó y su acompañante había desaparecido. Quedó varado en Bélgica.

“La guerra me quitó todo, perdí la familia, mi taller, las oportunidades se esfumaron”, lamenta.

Seis meses después de iniciar clases de neerlandés, comenzó a trabajar en un negocio de lavado y planchado y un año después, en Autruche, finalmente volvió a la costura.

“Trabajar la tela me ayuda a olvidar mi dolor, a no extrañar a la familia, a sentirme productivo. También me ayuda a romper barreras culturales, porque a final de cuentas, todas las mujeres tienen un estilo propio de vestir y yo me ajusto a lo que pidan”, sostiene.

“Pero no es sencillo vivir aquí, me cuesta trabajo relacionarme con los locales, entender su mentalidad”.

Este joven sirio quiere tener su propio taller de costura. Si las cuentas cuadran, este año podría alcanzar su sueño. Por lo pronto, tiene dos máquinas de pespunte y bastera, a las que se refiere como “mis mejores amigas”.

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