Uno podría pensar que Claudia Sheinbaum ha basado toda su estrategia de campaña presidencial en las encuestas, que en su inmensa mayoría le dan una amplia ventaja sobre Xóchitl Gálvez. Y que por eso ha apostado a administrar su ventaja: no polemizar, no engancharse, no contestar, dejar que el rival se desgaste y adherirse a la popularidad del presidente López Obrador (que marcan las mismas encuestas) para presentarse ante el electorado como una garantía de copia fiel de eso que tanto parece gustarles.

Pero toda estrategia es una apuesta. Y la apuesta que ha hecho en esta campaña Claudia Sheinbaum conlleva un doble riesgo: el primero es obvio, el segundo no tanto.

El obvio es que si las encuestas no están midiendo bien las preferencias electorales —como ha sucedido en no pocos procesos de México y otros países— habrá perdido la oportunidad de mostrar una personalidad propia, una idea personal de cómo se imagina al país, cómo lo conduciría, un proyecto con su firma, un lienzo de su autoría que los votantes quieran animarse a dibujar con ella. No habrá apostado por conseguir nuevos votantes, por acercar a los lejanos, por reconquistar a los desencantados. Se habrá atrincherado en lo que le dijeron que era suyo, y en una de esas resulta que era un espejismo.

El segundo —que no es tan obvio— es que esas mismas casas encuestadoras tradicionales que le dan un aproximado de 20 puntos porcentuales de ventaja sobre Xóchitl Gálvez y que reflejan una buena popularidad del presidente López Obrador (del 66% de aprobación en promedio), marcan que la ciudadanía reprueba al gobierno en varios rubros: combate a la violencia, combate a la corrupción y muchas veces también en acceso a la salud.

Y ahí Claudia Sheinbaum no ha escuchado a las encuestas. Porque su mensaje al electorado es que seguirá la misma estrategia de seguridad, que ya se acabó la corrupción y que —como dice el Presidente— estamos a cuatro meses de tener un sistema de Salud como en Dinamarca.

Si la estrategia era basarse en las encuestas, quizá lo lógico hubiera sido administrar la ventaja, dejarse arropar por un presidente popular, resaltar los beneficios de los programas sociales y los resultados de la economía (ambos muy bien evaluados en las encuestas), pero marcar claros matices en lo que tiene que ver con seguridad, corrupción y salud. Ahí estaban las áreas de oportunidad para diferenciarse del Presidente como suelen hacer los candidatos oficiales, asumir una personalidad propia y plantear los matices.

Pero en el cuarto de guerra de Sheinbaum no mandan las encuestas. Manda el presidente López Obrador. Y esa ha sido la prioridad de prioridades, digan lo que digan los números.

Estamos a 11 días de que sepamos si esta contradicción es costosa en las urnas, si fue la estrategia correcta o si México se suma a la lista de los países donde fallaron las encuestas.

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