El estilo de la presidencia de Andrés Manuel López Obrador cada vez se define más imperial y autoritaria, y menos republicana. En tres años como titular del Poder Ejecutivo nunca ha visitado a las cámaras del Congreso —si acaso la de Diputados cuando tomó posesión— ni ha fomentado el diálogo con los representantes del Poder Legislativo y solo se ha reunido con legisladores de su partido a los que siempre recibe en Palacio Nacional, nunca en las sedes legislativas y siempre para darles “línea” o instrucciones para que le aprueben sus iniciativas. A la oposición le rehúye, como si le temiera o la despreciara; no recibe a dirigentes de partido y sólo una vez invitó a los coordinadores de la oposición a un evento en Palacio, pero apenas si los saludó e intercambió unas palabras.

Es como si López Obrador sintiera desprecio por el trabajo de un Poder igual al suyo, como es el Legislativo, y sólo viera en los diputados y senadores a meretrices políticas y levantamanos que están obligados a aprobar sus iniciativas y reformas, so pena de desatar la ira y la molestia del soberano cuando le niegan el voto aprobatorio. En su carrera política, el tabasqueño nunca quiso ser diputado ni senador y después de un intento fallido por ser gobernador de su estado natal, solo le obsesionó la Presidencia de la República.

Varias fueron las veces que a Andrés Manuel, primero en el PRD y luego en Morena, le plantearon la posibilidad de postularlo como candidato a diputado; la última fue en 2015, cuando recién fundó su actual partido, le propusieron que él encabezara la lista de candidatos al Congreso y fuera el coordinador de la primera bancada morenista. “No, no me interesa ser diputado, porque es un cargo que está muy desprestigiado, la gente no los quiere”, les dijo entonces a sus compañeros de Morena. Seguro piensa lo mismo de los senadores porque en 18 años nunca intentó postularse a esa Cámara, aun cuando tuvo oportunidad de hacerlo.

Es ese desprecio que siente por los congresistas, combinado ahora con el miedo a ser confrontado por senadoras del PAN, lo que llevó al Presidente a cancelar la que sería su primera asistencia al Senado de la República para estar presente en la entrega de la Medalla Belisario Domínguez a su maestra y amiga, la senadora Ifigenia Martínez. A pesar de que había confirmado su asistencia y de que las dos medallas que se entregarán este jueves  —la de Ifigenia y el reconocimiento post mortem a su amigo el doctor Manuel Velasco Suárez— se decidieron a propuesta suya y tienen un simbolismo especial para él, López Obrador, en una especie de berrinche, pretextó la existencia de una “conspiración de senadoras” para negarse a acudir a una de las sedes del Congreso de la Unión.

Fue el viernes 1 de octubre cuando el secretario de Gobernación, Adán Augusto López, se comunicó al Senado y le informó al líder morenista, Ricardo Monreal, que el Presidente había decidido cancelar su asistencia a la entrega de la Belisario. La razón que esgrimió el titular de Segob fue que el Presidente tenía información de que “tres senadoras del PAN están organizando una protesta para confrontarlo”. Los nombres de esas tres senadoras, según le informaron al presidente, eran Lilly Téllez, Martha Cecilia Márquez y Xóchitl Gálvez. Monreal ofreció cabildear y “planchar” con el PAN y con las senadoras un trato respetuoso al Ejecutivo, incluso habló con las tres legisladoras durante el fin de semana, y le pidió a Adán Augusto que reconsiderara el Presidente porque ya había acuerdos con las panistas, pero la respuesta fue un rotundo “no” del inquilino de Palacio.

Lejos de reconsiderar y de mostrar una actitud republicana y de respeto y cortesía entre poderes, el lunes López Obrador activó a sus hordas de bots y fanáticos al acusar públicamente a la senadora Lilly Téllez de haber orquestado un plan “para faltarme el respeto” y utilizar la figura de la senadora para justificar su cancelación al Senado. El Presidente no sólo se escudaba en un supuesto “ataque y falta de respeto” a su investidura, sino que decía querer evitar “confrontaciones con mujeres”, pero con sus palabras y su señalamiento específico a Lilly Téllez, desataba la furia de sus seguidores fanatizados.

Dos cosas siguieron a esa acción del Presidente: la primera, amenazas cibernéticas al hijo menor de edad de la senadora Lilly Téllez y descalificaciones y ataques verbales de senadoras de Morena como Malú Micher y Lucía Trasviña, que en la tribuna del Senado se lanzaron contra la legisladora panista y, de manera lamentable y penosa, pretendieron justificar las amenazas contra ella y su hijo. Lo segundo que ocurrió fue que a López Obrador no lo bajaron de “miedoso” y “cobarde” en las redes sociales, en los cartones de los caricaturistas y en el vox populi, por rehuir al debate republicano con las representantes del Poder Legislativo.

A partir de que Porfirio Muñoz Ledo interpeló a Miguel de la Madrid en su último informe de Gobierno el 1 de septiembre de 1988, no ha habido presidente mexicano de la historia reciente que no se enfrente al cuestionamiento, reclamo y a veces hasta la ironía y la burla de los legisladores del Congreso de la Unión.

A Zedillo le apareció el perredista Marcos Rascón con una máscara de puerco; a Vicente Fox los diputados y senadores de la oposición se cansaron de llenarlo de adjetivos y burlas e incluso los perredistas lo dejaron colgado en el vestíbulo de San Lázaro al tomarle la tribuna e impedirle dar su último informe el 1 de septiembre de 2006, en apoyo a las denuncias de fraude de López Obrador en aquel año; a Felipe Calderón los mismos diputados lopezobradoristas le tomaron también la tribuna y lo obligaron a entrar por la puerta trasera el 1 de diciembre del 2006 para rendir protesta como presidente, además de que el perredista Gerardo Fernández Noroña lo refirió como “alcohólico” en una manta; a Peña Nieto siempre lo persiguieron los diputados de Morena y Layda Sansores le regaló, precisamente en una entrega de la medalla Belisario Domínguez, el libro “La Casa Blanca”, junto con una carta en la que le pedía que renunciara. “Usted nos deja un legado de corrupción e impunidad señor Presidente”, le espetó Layda al Presidente que en aquella ocasión le recibió sus “regalos” sonriendo y con un “se los recibo con mucho gusto, senadora”.

Ninguno de esos presidentes se escudó nunca en una supuesta “falta de respeto” a su investidura, ni evitó acudir al Congreso por miedo a que lo increparan los legisladores. Ninguno fue nunca tan intolerante ni tan cobarde para acusar públicamente a una senadora y exponerla a los ataques y las amenazas contra su integridad y la de su familia. Dudo mucho que alguno de esos presidentes, que enfrentaron burlas, descalificaciones y críticas del Poder Legislativo se haya sentido cómodo al acudir al Congreso y si acaso algunos eran más cínicos para poner cara sonriente a los ataques y cuestionamientos; pero ninguno rehuyó, por sus fobias o sus miedos, su obligación republicana y mucho menos utilizó a una mujer como pretexto para no ver lastimado su ego ni su presidencia imperial. 

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