Aunque la palabra tsunami suele estar asociada a Japón, en México el riesgo por un fenómeno natural de ese tipo es latente. En el litoral del Pacífico mexicano se han registrado al menos 55 tsunamis en los últimos 250 años, según datos del Instituto de Geofísica de la UNAM.
El más devastador se registró el 28 de marzo de 1787. Un sismo de 8.6 grados en las costas de Oaxaca provocó un tsunami que invadió seis kilómetros tierra adentro la entonces región de Pochutla, hoy puerto Ángel.
Dado que los sismos han causado más daños en el siglo XX y XXI en nuestro país, casi no se habla de los tsunamis, pero ¿se espera que ocurra un tsunami en México?
“La respuesta es sí. Con base en el registro histórico de terremotos en nuestro país y de los tsunamis de los que tenemos conocimiento desde luego es tangible, es realista suponer que en un futuro pueda haber tsunamis importantes, por no decir muy grandes, como ya ocurrió en 1787”, señaló a EL UNIVERSAL el Doctor Víctor Cruz Atienza, considerado uno de los diez científicos más destacados del mundo en 2017 por la revista “Nature”.
El gran tsunami que azotó México
El 22 de junio de 1932 en Cuyutlán, Colima, se registró un tsunami que alcanzó olas de 9 a 10 metros y provocó la muerte de 50 personas.
“Una ola gigantesca arrasó ayer Cuyutlán: hubo treinta muertos”, se leía en la edición del 23 de junio de EL UNIVERSAL.
Detalle de la primera planda de EL UNIVERSAL, 23 de junio 1932
“Las últimas noticias llegadas de Cuyutlán de que las casas arrasadas por la gigantesca ola marina, son incontables. La calle principal quedó totalmente desempedrada y muchas personas fueron sepultadas entre la arena.
“Por todas partes sólo se ven ruinas y escombros y se calcula que el número de víctimas asciende a treinta entre ahogados y heridos”, relató este diario después de la tragedia.
Peces y tiburones sobre la playa, calles sin luz, llenas de escombros, pocas construcciones en pie, heridos y damnificados fue lo que dejó este fenómeno natural, que afectó una zona de veinte kilómetros de longitud y un kilómetro de ancho.
La gente prefería dormir a la intemperie que regresar a las construcciones que no se derrumbaron ante la fuerza del oleaje.
Una escena similar se repitió el año pasado en México, cuando sismos en racimo sacudieron Juchitán en una cadena que parecía interminable, y que provocó que buena parte de sus habitantes durmiera a la intemperie, por miedo.
En aquel tsunami de 1932 quedó en evidencia que el país no se encontraba preparado para enfrentar un fenómeno de ese tipo. Al día siguiente se informaba en la primera plana de EL UNIVERSAL: “Urgen los auxilios”, “Más cadáveres bajo las ruinas de la población”, “Causa de la catástrofe: enorme falla oceánica”.
"Ante los ojos atónitos de los vecinos de Cuyutlán el mar se alejó de la playa jalado por una fuerza misteriosa. Sobre la superficie arenosa luchaban imponentes las fieras del mar… vieron que el mar regresaba, como indignado, a la playa; levantándose entonces a una altura inconmensurable, la fantástica ola verde,-tragadero trágico de hombres, para volver a reconquistar sus antiguos dominios. Penetraba a la tierra firme, desbaratando todo lo que hallaba a su paso, para volver, finalmente, a sus dominios naturales, libertando entonces a las fieras que la tierra aprisionara, y llevándose en su huida a hombres y mujeres, casas, árboles, cuanto pudo".
Respuesta ante el riesgo
La Agencia Japonesa de Cooperación Internacional (JICA, por sus siglas en inglés) desarrolla un proyecto en conjunto con la UNAM, CENAPRED y las Universidades de Kioto, Kobe y Tohoku para mitigar los riesgos asociados a grandes terremotos y tsunamis en el Pacífico mexicano.
“El objetivo último del proyecto es reducir el riesgo ante tsunamis y terremotos en la parte central de México, incluyendo sus costas y la CDMX en la medida de lo posible”, explicó el Dr. Cruz Atienza, líder del equipo mexicano.
Guerrero fue el estado elegido para el proyecto pues tiene una zona de 140 km de longitud donde se espera que ocurra un sismo mayor en un futuro cercano.
El proyecto está conformado por tres equipos. El equipo 1 “se dedica a la instrumentación e interpretación del mar y de la tierra. Se han colocado sismómetros en el fondo del mar para registrar la sismicidad y estaciones geodésicas que permiten medir la deformación que sufre el continente debajo del mar o sea cerca de la trinchera oceánica, zona donde si ocurre un terremoto va a generar un tsunami”.
Cruz Atienza explicó que les interesa saber qué tan pegadas están las placas tectónicas y se está empleando una tecnología de punta que ni siquiera Japón ha utilizado y consiste en sensores de presión hidrostática, GPS acústicos para saber cómo se mueve el fondo oceánico y un “planeador de olas”.
“Lo que queremos es cuantificar el potencial sísmico, qué tanta energía, con qué tanta velocidad se acumula para entonces postular escenarios de terremotos futuros con la mayor información posible para simularlos y cuantificar el movimiento del suelo y los tsunamis que producirían”.
Con la información recopilada por el grupo 1, el grupo 2 realiza simulaciones de terremotos y tsunamis para cuantificar el peligro asociado y el grupo 3 traduce esta información en medidas específicas que reduzcan el riesgo, educar a la población y diseñar estrategias concretas para hacer a la gente menos vulnerable en zonas donde el peligro sea grande.
La idea es estimar el potencial sísmico y de tsunamis que permita generar “mapas de peligro”, requeridos en planes de prevención. Estos mapas contendrán datos como las sacudidas más violentas esperadas, alturas de las olas y áreas que podrían inundarse si ocurre un tsunami.
Prevención, la clave
El tsunami de 2011 en Japón alcanzó olas de diez metros de altura y dejó más de diez mil muertos. El terremoto submarino de 2004, conocido como el de Sumatra-Andatán ocasionó una serie de tsunamis devastadores que causaron la muerte de más de 260 mil personas. Ante fenómenos naturales de este tipo, ¿cómo se puede reducir el riesgo y aminorar los daños?
“Reduciendo nuestra vulnerabilidad”, asegura el doctor Cruz Atienza, a quien no deja de sorprenderle que se destinen más recursos a los daños que causa un desastre natural que a la prevención de riesgos. Dice que los políticos mexicanos con los que ha conversado sobre el tema ven a estos fenómenos naturales como algo ante lo que no hay mucho por hacer.
“El riesgo, que es la posibilidad de sufrir algún daño, depende de la amenaza natural, es decir, terremotos, inundaciones, volcanes, etc. Nuestra responsabilidad como sismólogos es conocerlos, cuantificarlos, saber de qué tamaño podrían ser las sacudidas en un futuro, de ahí se desprende cualquier estrategia de prevención, que es justamente como se puede reducir nuestra vulnerabilidad”.
Para el jefe del Departamento de Sismología del Instituto de Geofísica de la UNAM, “los desastres por causas naturales son una construcción social, es decir, consecuencia de las decisiones que toma una sociedad y notablemente sus autoridades, que son los que tienen mayor poder de acción. Lo más importante es evitar que un fenómeno, que una amenaza natural se traduzca en una desgracia. La prevención es la estrategia fundamental para reducir nuestra vulnerabilidad y por ende el riesgo”.
Códigos de construcción que se respeten, sistemas de alertamiento temprano y educación de la población son medidas para reducir la vulnerabilidad.
“Hasta el día de hoy es imposible predecir un terremoto o un tsunami. Los investigadores estamos tratando de entender mejor estos fenómenos con la esperanza de precisar cuándo, dónde y de qué tamaño será el siguiente.
¿Van a seguir ocurriendo terremotos? Claro que sí. ¿Como del 85? es altamente probable. Lo que nos queda es hacer bien las cosas para que cuando ocurra no haya una desgracia. En muchos casos se puede hacer mucho”.