Fue hace exactamente 30 años. Era 1989 y faltaba una semana para la elección en Baja California. Me pidió una cena urgente y discreta: “Nos van a ganar”, me dijo; “ya no tengo la menor duda”; “nos equivocamos de candidata con Margarita Ortega; “se la va a llevar Ernesto Ruffo del PAN”; “¿cómo la ves?”.

Le dije —y él lo tenía muy claro— que no había más que dos opciones: o se roban la elección como han hecho tantas veces o pasas a la historia como el primer presidente del PRI en reconocer una derrota.

También coincidimos en que podría ser el principio del fin de su hasta entonces brillante carrera política. La cancelación definitiva de sus aspiraciones a la Presidencia de la República. A pesar de todo, hubo de pronunciar aquella frase nunca antes escuchada en plena hegemonía priísta: “La tendencia electoral no nos favorece”.

“¡Colosio traidor!” fue el grito que surgió de los priistas rabiosos que se negaban a aceptar el resultado en medio de un incendio político. A esa furia interna y a la estupefacción externa hubo de enfrentarse aquel joven político sonorense que me distinguió con una amistad a toda prueba, de la que me sentiré siempre orgulloso.

Las vueltas que da la vida: a tres décadas de aquella gesta democrática, un robo democrático. Las ratas en lugar de los hombres. Baja California otra vez escenario, pero de la historia al revés. En 1989, el PRI autoritario, el de la Dictadura Perfecta, reconociendo la voluntad popular. Ahora en 2019, Morena, un partido supuestamente progresista, de izquierda e iluminado por la verdad absoluta, pisoteando los votos por dos años e imponiendo por tres años más a su candidato.

Ya hoy todos saben la aberrante trayectoria del señor —así con minúscula— Jaime Bonilla, cuyos únicos méritos son tener mucho dinero y ser amigo de viajes y palcos beisboleros del presidente López Obrador. Todo un cínico que con el apoyo hasta de la Secretaría de Gobernación operó en las sombras de la noche para que el Congreso de mayoría opositora —pero convencido con billetazos millonarios— aprobase una reforma para ampliar de dos a cinco años el periodo del gobierno para el que fue electo.

El ingeniero Cuauhtémoc Cárdenas —vaya que sabe de robos electorales— lo resume mejor que nadie: “Si bien este acto no representa una reelección, sí se le parece, y el riesgo detrás de ello es que cualquier congreso repita la medida en favor de algún candidato. Es preocupante que desde el gobierno argumenten que en las boletas no estaba estipulado el periodo de gestión”. Peor aún, que la presidenta de Morena trate a los bajacalifornianos como retrasados mentales al justificar el atraco porque “realizar una elección cada dos años es una locura”.

Menos mal que todavía hay voces sensatas y hasta avergonzadas entre los propios morenos: la senadora Ifigenia Martínez calificando de inmoral e inconstitucional el albazo; la diputada Tatiana Clouthier estableciendo que la democracia debe estar por encima de salidas falsas. O el mismísimo Presidente de la Cámara de Diputados, Porfirio Muñoz Ledo, quien de plano propone la desaparición de poderes en Baja California.

Pero urge el deslinde de él, tan dado a señalar corruptelas ciertas o falsas con dedo flamígero. El presidente Andrés Manuel López Obrador está obligado a desprenderse de las sospechas de que el episodio de Baja California es un experimento a su favor.


Periodista.

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