Fue la promesa de campaña más alentadora. Era tranquilizadora para quienes percibían como un peligro que la izquierda asumiera el gobierno, porque es imposible plantear un cambio de modelo y, al mismo tiempo, crecer a los niveles prometidos. No se puede ser, al mismo tiempo, un revolucionario y un promotor del crecimiento. Transformar un país -en cualquier sentido- tiene siempre implicaciones económicas porque la alteración del status quo suele afectar las condiciones que explican el (mediocre) crecimiento, pero crecimiento al fin. Es fácil criticar un 2 por ciento cuando se es oposición, pero es oro molido cuando se es gobierno y las posibilidades de crecer al 1 por ciento son mayores que la cifra anterior.

El gobierno de AMLO ha manifiestado una sintonía alentadora con el sector privado para impulsar la inversión hasta convertirse en una obsesión como ha dicho el nuevo titular del CCE, Carlos Salazar. El presidente ha encomendado a Alfonso Romo la tarea de trabajar para que esto se convierta en realidad. Buen mensaje en un año que empieza con expectativas muy altas en los indicadores de desempeño más pesimistas que otra cosa. Desencadenar la inversión no es, sin embargo, solamente un asunto de voluntad, sobre todo cuando en materia económica las declaraciones del presidente y su equipos han sido zigzagueantes. Ha dicho que quiere inversión pero con mucha frecuencia critica la que se ha hecho en el sector energético. Declara que hace falta la inversión privada pero luego demoniza al sector privado. Iniciativas de su partido tienen componentes agresivos contra el sector financiero y esconden mal su voluntad de controlar comisiones y tarifas. El propio jefe del Estado ha vuelto a la narrativa de que privatizar es robar. No sé qué opinará el hombre más rico de México de estas apreciaciones, pero no parecen de alguien particularmente entusiasta con la inversión privada.

Es también cierto que López Obrador ha expresado la voluntad de que la inversión fluya y es aquí donde las dos lógicas chocan. Por un lado el mandatario ideológicamente cargado y por el otro el jefe del Estado pragmático que sabe que para conseguir su objetivo de crecimiento debe ser amigable con el sector privado nacional e internacional. El sabe que el poder político no puede obligar a los empresarios a invertir en un país cuando te perciben como un enemigo. En países tan ricos y poderosos, como Francia, la experiencia de dos presidentes, Mitterrand y Hollande, es que los objetivos económicos no se pueden conseguir en contra del sector privado y si lo que se quiere es distribuir dinero y oportunidades se debe alinear el esfuerzo de las dos partes. Por supuesto que es complicado aterrizar y compatibilizar los objetivos de las dos partes, particularmente cuando se llega al espinoso tema de los impuestos, el cual una y otra vez el presidente ha decidido eludir. Es una de las pocas cosas, junto con el endeudamiento, en las que su opinión no ha variado. Es constante y lo ha dicho como candidato y lo ha reiterado como presidente. Pero una cosa es clara, si se quiere ampliar la inversión hasta llegar al 25 por ciento del PIB y facilitar así el crecimiento del 4 por ciento, se tiene que ampliar la inversión pública sin romper el equilibrio macroeconómico. Un Estado que promueve el crecimiento invierte para modernizar la infraestructura y apoyar la ciencia y tecnología sin poner en riesgo sus programas sociales de forma que su balance impida perder sus grados de inversión.

No es un tema sencillo, pero si se atienden tres cosas (creo) estamos en condiciones de pavimentar el camino para conseguir el objetivo. La primera es que el presidente haga explícito a su gabinete y a la opinión pública que la oficina de Romo lleve la voz cantante, en otras palabras, que se perciba como una suerte de vicepresidente económico que plancha y resuelve las diferencias ideológicas del gabinete. Poco a poco esta disciplina puede generar confianza misma que se vio quebrantada por la decisión de cancelar el aeropuerto y provocar una presión suplementaria en las finanzas públicas. No es fácil para un gobierno de izquierda tener que explicar a los contribuyentes que la política social no tiene más recursos porque hay que cubrir además agujeros de las decisiones presidenciales para pagar el aeropuerto que nunca tendremos.

Si la extravagante decisión del aeropuerto queda como un error que el gobierno no quiere volver a cometer, se podrá restaurar (no solo en discursos) la confianza y promover una inversión que en el largo plazo se quede con México, si no es perfectamente fundado suponer que lo que hoy propone este presidente mañana será revocado por él mismo o por el que viene y en esas condiciones se fomenta el famoso ciclo sexenal de crecimiento que consiste en que las empresas cercanas al presidente prosperen y las otras esperan mejores tiempos. Ya conocemos los límites de ese modelo. El tercer elemento es la contención del mensaje matutino. El presidente tiene una exposición muy amplia en su conferencia matutina y tiende a hablar de todos los temas que los colegas periodistas le ponen sobre la mesa y, en muchos casos, lo que teje por la tarde, lo desteje en la mañana. Por tanto, no sería vano que se fuese generando una dinámica en el sentido de que la comunicación, para temas económicos, se desahogara en instancias más formales y controladas que de una mañanera exuberante.

Crecer al 4 por ciento supone una gran oportunidad, pero las oportunidades hay que construirlas con coherencia y disciplina.

@leonardocurzio

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