Despertó el 24 de abril de 1989 justo a las nueve de la mañana. Unas voces le dijeron que Mazatlán había desaparecido y que Querétaro era un espíritu. Ella bajó a la cocina y tomó tres cuchillos. Las hojas de estos eran de 40, 33 y 31 centímetros.

Claudia Mijangos fue entonces a la recámara de sus hijos para convertirse en protagonista de lo que los diarios de aquel año llamaron “la peor tragedia en la historia de Querétaro”.

En abril de 1989 yo acababa de iniciarme en el periodismo. Armando Ayala Anguiano acababa de abrir las puertas de la revista Contenido a un grupo de jóvenes ansiosos de probarse en el oficio.

Carlos Salinas acababa de llegar al poder, pero el PRI se tambaleaba y la Corriente Democrática de Cuauhtémoc Cárdenas, que había colmado las calles durante el reciente proceso electoral, y más tarde, tras el fraude electoral operado por Manuel Bartlett, se hallaba a solo días de cristalizar la fundación del PRD.

En la redacción, los periódicos del día se acumulaban en desorden al lado de una cafetera humeante y aromática (desde entonces asocio el olor del café con la vida de redacción). Una mañana encontré a la maestra Elsa Estrada, y a las reporteras estelares de la revista, alrededor de los diarios que daban cuenta del caso de Claudia Mijangos, “la hiena de Querétaro”. Cuando me enteré de los pormenores se me puso la piel de gallina. Aquello fue todo un estreno en el reino siniestro. En el mundo de la oscuridad.

Claudia tenía 33 años, había sido reina de belleza en su natal Mazatlán. En 1989 era madre de tres hijos y acababa de separarse de su esposo Alfredo. La razón: estaba enamorada de un sacerdote llamado Ramón.

La noche anterior a la tragedia, riñó con el padre de sus hijos y tuvo una crisis. Durante los últimos días había manifestado actitudes extrañas, conductas violentas. Alguna vez había agredido a Alfredo con unas tijeras. Desde el año anterior creía que los vecinos le echaban pájaros muertos en el patio.

El 24 de abril Claudia tomó los tres cuchillos. Entró a la habitación de su hijo de seis años –que aún dormía-- y le cercenó una mano. Cuando la despertaron los gritos, su hija mayor, de 11, intentó detenerla. La acuchilló seis veces. Y luego se lanzó tras su hija de nueve.

La amiga a la que había llamado la noche anterior halló una escena indescriptible. Los cadáveres de los tres niños apilados sobre la cama y tapados con una colcha anaranjada, y Claudia acostada a un lado de ellos, manchada de sangre y con los ojos abiertos.

Su declaración fue una suma impresionante de despropósitos. Afirmó que escuchaba las voces de ángeles y demonios, y dijo el sacerdote Ramón se comunicaba con ella telepáticamente. “Como mi madre era un freno para que me uniera a él, el padre Ramón con maleficios mató a mi madre, como me sigue trabajando mentalmente para poseerme… fue tanta la presión que me descontrolé”.

Mientras narraba todo esto, le pidió al ministerio público que le dejara ir a darle de desayunar a sus hijos.

El caso ocupó la atención de México entero. En 1989 Mijangos fue lo que Goyo Cárdenas en 1942, e Higinio Sobera diez años más tarde: una de esas figuras que de manera escalofriante llevan “el inconsciente al escenario de la nota roja” (para decirlo a la manera de Carlos Monsiváis) y parecen destinadas a mostrarnos que todos estamos siempre en vísperas de un velorio. Para seguir con Monsiváis: que siempre hay un ser humano perturbado que puede cruzarse en el camino de alguien-como-nosotros, y que cualquiera puede incluso (para que el horror sea completo) convertirse en el ser humano perturbado.

Claudia Mijangos fue declarada inimputable –se le diagnosticó un trastorno sicótico-- y recluida en el siquiátrico del Centro de Readaptación Social de Tepepan. Se determinó que pasaría 30 años en ese sitio. Acaban de cumplirse.

Parece que ella llevó un “Diario de la celda del olvido”, que sufrió vejaciones y enseñó manualidades a las internas --mientras en su casa se celebraban ritos satánicos y se tejían horribles historias de fantasmas.

Hoy ha vuelto con sus familiares. Otra vez con la piel de gallina, caigo en la cuenta de que en este país todos esos años seguimos mirando el reino de lo siniestro –yo al lado de una cafetera aromática.

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