Pachuca, Hgo.- La cacería de policías municipales comenzó en junio de 2009, en tres meses ya sumaban 150 detenidos, acusados de proteger a grupos criminales. Las pruebas nunca fueron contundentes y la mayoría salió cinco años después; sin embargo, no han podido rehacer su vida.

 “El gobierno del presidente Felipe Calderón y su secretario de Seguridad, , nos marcaron y queremos que se limpie nuestro nombre”, coinciden tres de ellos, quienes decidieron dar su testimonio y, aunque se identificaron, pidieron que no se publicara su verdadero nombre.

 Señalaron que en los últimos meses, alrededor de 60 exagentes buscaron apoyo en los diputados locales de Morena, encabezados por el coordinador de la bancada, Ricardo Baptista, para que les sea resarcido el daño; “pedimos una indemnización y que se limpie nuestro nombre al borrar del sistema los antecedentes penales”.

El anterior alcalde Eleazar García (2012-2016) les ofreció 24 mil pesos como apoyo para que empezaran de nuevo, pero “en las letras chiquitas se escondía la traición: firmamos un finiquito sin derecho a pelear.

“Por ello buscamos justicia, pues mientras no la tengamos, no vamos a poder cerrar ese capítulo de nuestra vida”, señalan los entrevistados.

Los diputados se comprometieron a acercarlos con el presidente Andrés Manuel López Obrador y con el subsecretario de Derechos Humanos, Población y Migración, Alejandro Encinas; sin embargo, no les han dado fecha.

El sueño se convirtió en pesadilla

Recuerdo bien la fecha, 24 de junio de 2009, señala Juan. Sentí un golpe seco en la cabeza y otro en la espalda, a los que siguieron frases lapidarias: “Acaba usted de ingresar a un centro federal y de hoy en adelante siempre que se le pregunte, deberá responder: ‘¡Sí, señor!; ¡no, señor!’.

“El ruido de helicópteros y de camiones, el grito de los federales llamándonos por nuestro nombre nunca se podrá borrar de nuestra mente, porque fue el inicio de un infierno”, añade.

Juan es el quinto de 10 hijos y siempre quiso ser agente, a los 17 años ingresó a la Policía Industrial Bancaria (PIB), luego decidió probar suerte en la municipal, donde se convirtió en técnico operativo y, lo que parecía una carrera en ascenso, cambió de manera radical ese 24 de junio: “Salí de mi casa y me despedí de mi familia, no sabía que no regresaría hasta cinco años y medio después”.

Recuerda que “a las 5:30 horas comenzó un sobrevuelo de helicópteros y la entrada de federales y militares a la ciudad, entonces no imaginábamos que venían por nosotros. De pronto nos ordenaron parar todas nuestras actividades y pidieron que nos formáramos en lo que supuestamente era una revisión de documentos del armamento.

“Los federales que llegaron traían una lista en la que checaban nuestros nombres, tras ello, algunos éramos obligados a subirnos a los autobuses que rodeaban el lugar”.

Señala que los trasladaron a una casa de arraigo en la Ciudad de México, donde estuvieron hasta el 16 de septiembre, después los llevaron al Cefereso Villa Aldama en Veracruz, “unos fueron llevados encapuchados y otros atados de las manos con cinchos”.

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Al salir de prisión los agentes decidieron buscar justicia para cerrar esa parte de su vida

El niño que soñó con ser militar

Pascual se quiebra por algunos momentos, las lágrimas salen al recordar cuando fue llevado preso. Narra que desde niño sabía que quería ser militar o policía. Una enfermedad en un ojo le complicó su ingreso a las Fuerzas Armadas, pero su problema terminó por imponerse, al tener sólo 20% de visión en un ojo. Decidió probar suerte en la policía de Pachuca, ahí —dice— alcanzó un rango importante.

Pascual fue aprehendido un 15 de septiembre. Narra que un día antes estaba de descanso, pero una movilización inusual de militares y federales atrajo su atención y, al buscar información, supo que se trataba de una revisión del armamento.

Al día siguiente se presentó a laborar de manera normal. A las 7:30 horas fueron rodeados por federales y militares. La escena de junio se repetía en las instalaciones de la policía municipal. Nos ordenaron reunirnos en el patio, de pronto se escuchó un grito: “‘¡Todos al suelo, suelten las armas!’, yo dejé las dos que traía y puse las manos en la espalda, un federal se me acercó y me pidió una identificación, la cual pasaron de mano en mano, buscando mi nombre en una lista.

“Me gritan nuevamente y me dicen: ‘Usted no tiene problema, vaya a la parte de atrás y le darán indicaciones’”, pero esa decisión cambió en un segundo y nuevamente gritaron su nombre con la orden de abordar uno de los camiones. Nunca hubo una orden de presentación o de aprehensión, tampoco les dijeron para qué los detenían.

Al subir a los autobuses —precisa— ya estaban sus familias en espera de que fueran informados qué pasaba. “Yo vi a mi madre”, dice Pascual, quien al recordar no puede evitar las lágrimas. Los autobuses los trasladaron a la —entonces— Subprocuraduría de Investigación Especializada en Delincuencia Organizada (SIEDO), donde un policía federal se presentó y les dijo: “Échenle ganas, están acusados de algo muy grueso, ojalá la puedan librar”.

Pero no, no la pudieron librar y el 16 de septiembre fueron trasladados en un avión al Cefereso número 5, ubicado en Cerro de León, municipio de Villa Aldama. “Nos bajaron del avión sin saber dónde estábamos, nos obligaron a entrar en gusanito, el primero de mis compañeros casi a gatas y de ahí, cuatro más, unos jalándose al otro, hasta que nos ordenaron detenernos y hacer una fila, ahí nos obligaron a desnudarnos para una de las revisiones más humillantes que nos hicieron”.

Los testigos que no existieron

Villa Aldama fue el infierno en vida para los expolicías, no sólo de Hidalgo, sino de varios estados, entre ellos Michoacán, Sinaloa, Morelos, Jalisco, todos acusados por un testigo protegido identificado como Kaleb; los acusaba de delincuencia organizada y de estar en una narconómina del grupo delictivo Los Zetas, a los de Hidalgo además los acusaba uno de sus compañeros apodado El Oso.

Del primero se conocería después que nunca existió. En el caso del segundo, tras aplicarle el tratado de Estambul se arrojó que había declarado por tortura y que se había retractado 39 veces. Pero ambos estaban encerrados, según les dijeron, por orden del entonces presidente Felipe Calderón y del secretario de Seguridad Genaro García Luna.

Nada de qué avergonzarse

Samuel, de 60 años, comenta que la vida se le acaba. Tiritando por el frío y el recuerdo, platica que no podrá borrar esas noches y madrugadas cuando los custodios los obligaban a bañarse con la ropa puesta y con agua fría, luego de pararlos en las ventanas para que el viento los congelara.

“Nosotros no cometimos ningún delito de los que nos acusaban. Al presentar nuestra declaración, en la que no contábamos con un defensor y sí con cuatro o cinco policías federales a un lado intimidándonos, el ministerio público nos decía: ‘Confiese que usted es culpable’. ¿De qué ?, respondía yo, no sé ni de qué nos acusan”.

La vida de Samuel no es fácil como la de casi ninguno de los policías acusados de nexos con la delincuencia, cuenta que no tiene hermanos ni padres, sólo a su esposa, quien se gana la vida como empleada del hogar. Una de las últimas veces que lo visitó en el Cefereso le dijo que sus dos hijas habían abandonado la escuela por falta de dinero y que ella no podría visitarlo más, pues los 600 pesos que ganaba a la semana no le alcanzaban para pasajes.

Pasaron más de cuatro años y Samuel salió de prisión, no hubo pruebas que comprobaran su culpabilidad.

Samuel y sus compañeros abandonaron la cárcel más pobres que cuando entraron, con una familia destrozada, 90% divorciados, con hijos a quienes se les truncaron sus estudios, algunos se volvieron alcohólicos y otros se casaron en la adolescencia.

Además tienen el estigma de ser expresidiarios, y de todo ello, dicen, hay culpables: el expresidente Felipe Calderón, quien —consideran— los utilizó como un instrumento político en la guerra fallida contra el narcotráfico, y también su secretario de Seguridad, Genaro García Luna.

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