El covid no existe, es un invento del gobierno para controlar a la población y robarle el dinero de sus cuentas bancarias. El covid no existe, es la creación de Bill Gates para después venderle al mundo entero la cura a una enfermedad que él inventó. El covid no existe, es un nanochip inventado por el Nuevo Orden Mundial, activado por las torres de 5G y diseñado para manipular cerebros humanos. El covid no existe, los doctores sólo quieren que la gente sana vaya al hospital para succionar el “jugo” de rodilla del paciente sano.

Quien esto lee sin duda ha tenido contacto con alguna variante de las anteriores. En el mejor de los casos se habrá reído al escuchar a las personas que empujan este tipo de teorías de conspiración: nadie en su sano juicio puede creer que un hospital extraiga el líquido sinovial de alguien sano para hacerse rico en el mercado negro.

En el peor se dará cuenta que éste ya no es un fenómeno exclusivo del conspirólogo proverbial con el gorro de aluminio, no: la conspiración ya es parte de la conversación pública.

Este tipo de teorías siempre han existido –ahí están los círculos en los cultivos, el chupacabras, los truthers que niegan el alunizaje de 1969 o los atentados del 11 de septiembre de 2001–, pero la pandemia ha sido su caldo de cultivo. Para botón de muestra el estudio más reciente del King’s College de Londres, cuyos datos reflejan que sólo la mitad de los habitantes del Reino Unido están convencidos de inocularse cuando llegue a aprobarse una vacuna (). El resto de los británicos no lo sabe o de plano está en contra; dentro de este último grupo la reticencia a la vacuna aumenta conforme lo hace su desconfianza hacia la ciencia.

Es casi una verdad de Perogrullo, pero las redes sociales han sido el megáfono de esta desinformación. En tiempos de encierro, en los que el tráfico de internet creció de forma exponencial –¿cuántos sitios no rompieron su techo de visitas durante estos meses?–, la desinformación se potenció. Aventuremos tres hipótesis, las cuales se complementan entre sí.

Número uno: se vive una pandemia en tiempo real. Mientras que otras teorías de conspiración germinan una vez ocurrido el evento, aquí el mundo se enfrenta a un virus del cual todavía no conoce siquiera cómo se originó. ¿Fue un murciélago, fue una pangolina, fue un estudio de laboratorio? No se sabe, lo cual se presta a todo tipo de teorías. Al no existir una cura, y al presentarse un cúmulo variado de síntomas –desde dolores de cabeza leves hasta coágulos mortales o casos en los que los efectos son visibles durante meses–, el ser humano tiende a llenar los vacíos informativos en su cabeza. Por poner un ejemplo: es pensar que “una tosecita” no puede causar tanto caos. Alguna otra cosa tiene que haber detrás.

Número dos: el efecto Dunning-Kruger y el efecto burbuja. El efecto Dunning-Kruger es un concepto en el campo de la sicología y se refiere a la sobreestimación que hacen las personas respecto a sus capacidades: la tendencia a pensarse más inteligente y hábil de lo que uno en verdad es. Con un acceso casi ilimitado a las redes durante la pandemia, uno puede leer todo tipo de artículos, información y desinformación respecto a lo que sucede. Los vacíos informativos se llenan así, y se llenan con datos que confirman lo que uno ya cree; esto es el efecto burbuja. Uno busca información que valide sus sesgos.

Si a esto le sumamos que uno se piensa más listo de lo que es, se sigue que lo que haya leído y entendido debe ser cierto. No importa que los científicos o expertos hayan llegado a otra conclusión. Uno sabe más que ellos porque lo leyó en internet y uno no es tonto, ¿o sí?

Número tres: la validación de las celebridades y de los políticos. Una de las máximas de la cultura popular es que salir en televisión –ahora remplazada con tener muchos seguidores en redes– valida a la persona. Si tanta gente está interesada en lo que tiene que decir, será por algo. Si llegó a la presidencia, también. La deificación de las celebridades y los políticos no sólo les genera a ellos un mayor efecto Dunning-Kruger –las masas validan su nulo conocimiento y con ello les dan mayor poder–, sino que a su vez ayudan a esparcir el mensaje.

Pensemos en Miguel Bosé o Patricia Navidad, por ejemplo, que día a día esparcen desinformación a sus cientos de miles –en el caso de Bosé millones– de seguidores en todas sus redes. Muchos reirán ante sus pronunciamientos, pero con que unos pocos se los tomen en serio, la desinformación se esparce. Lo mismo con los políticos que reniegan ante las recomendaciones científicas. Para muchos, estas figuras son modelos de actuación. Si ellos lo dicen les creen, si ellos lo hacen los siguen.

Al final pagan justos por pecadores: no importa que unos se cuiden, no importa que sigan las precauciones necesarias. Con que otros crean en las teorías de conspiración y las lleven a la vida real, con eso pierde la sociedad entera.

Posdata

El covid sí existe. Increíble que haya que reafirmarlo. 

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