He terminado de leer el magnífico libro Hijo de la guerra de Ricardo Raphael. Es un texto trepidante, con un gran sentido del ritmo y una sugerente combinación de periodismo y literatura. Ha hecho un trabajo notable y merece lectores, muchos lectores. Para mí, el texto ordena muchas cosas que ya sabía y de una manera diáfana, me permite ver, desde el mismo título, que la guerra contra el narcotráfico no ha sido más que un espejismo o un señuelo para evitar ver la verdadera naturaleza de la tragedia que vive este país que no es propiamente una guerra, sino una brutal y desoladora descomposición. Siempre es más cómodo pensar que alguien te ataca a percatarte de que te hundes en arenas movedizas por tu propia desidia.

La biografía de un miembro del grupo de los Zeta, nos permite ver cómo la desintegración social ha facilitado el ascenso en la pirámide criminal del tradicional delincuente de Tepito a las cumbres de las organizaciones mafiosas y cómo las tuberías contaminadas del Estado, en vez de enderezar vidas, las llevan a una convivencia con el crimen que empieza en la pequeña extorsión y termina con la aristocracia criminal que igual coordina contrabando de armas que de drogas y se asegura el dominio de burdeles y antros. La historia reciente es la de una creciente descomposición que nadie ha podido detener. El mal que tenemos es una especie de SIDA institucional que nos impide establecer una frontera diáfana entre lo legal y lo ilegal. Es perfectamente claro, en el libro, cómo las decisiones institucionales se toman con arrebato y sobre la marcha se trata de contener una mancha pútrida que avanza primero, en forma de organización criminal y evoluciona hacia narcocracias regionales que no solo desfiguran al gobierno, sino que lo postran y lo obligan a reinventarse torpemente en cada nuevo arranque de administración.

Este mal terrible (la existencia de un Estado disfuncional) es el que aqueja a México y explica, como en los tiempos del plomo, miles de personas pueden desaparecer sin que los gobiernos se enteren de sus nombres y paraderos. Entiendo bien, por aquello de la disonancia cognoscitiva y el simplificador discurso político, que sea más fácil hablar de guerra. Como diría el sabio Moises Tiktin, es un caso de estrategia fallida por una visión distorsionada. En una guerra un sector es agredido por otro. Buenos y malos. Llevamos una generación repitiendo la conseja del Dios Marte cuando la verdad es infinitamente peor.

Nos da tranquilidad pensar que nuestro mal es producto de un factor externo que nos ataca o de un error gubernamental que pronto se subsanará, pero en la realidad, como se desprende del libro de Ricardo, es mucho más profundo. Este país está en niveles de descomposición tales que sus mecanismos de defensa están severamente contaminados. Algo así como si nuestro aparato inmunológico retransmitiera la enfermedad o las agujas de las vacunas portaran el virus. Sectores muy amplios de la sociedad participan en esa descomposición y por eso el fenómeno delictivo tiene esas dimensiones. Más que establecer la paz, que sería lo contrario de la temida guerra, a este país se le tiene que regenerar. Y la regeneración empieza por el lenguaje. México no ha vivido una guerra, o no una guerra elegida por el Estado; ha vivido una prolongada descomposición por su incapacidad de regenerar el tejido institucional y porque las prioridades han estado en lo político y, en menor medida, en lo económico y nunca en reconocer el deterioro institucional que México vive, por lo menos, desde que el negro Durazo se hizo cargo de la policía capitalina y el cual no ha sido atendido como política de Estado. Es pueril sugerir que el neoliberalismo nos trajo estos males, porque la descomposición que teníamos fue palmaria en los años 80 cuando tuvieron que disolver la DFS. Y si no, que se lo pregunten a Bartlett. El Estado mexicano se dedicó entonces a enderezar la economía y la oposición a democratizar el acceso al poder, pero nunca se ha acometido, con seriedad, el trabajo de regeneración, entre otras cosas, porque hemos confundido el mal de la guerra con el verdadero mal: la descomposición interna, que es una forma de lucha del Estado (que incuba y amamanta a los criminales, contra sí mismo). Espero que la próxima generación no culpe al demonio o a algún sacerdote de religiones africanas, sino que asuma la verdad, la áspera verdad.

Analista político. @leonardo curzio

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