Hace casi ya tres años, en enero de 2019, la explosión de una toma clandestina en el poblado de Tlahuelilpan, Hidalgo, cobró la vida de 137 personas, y muchas más con heridas permanentes y secuelas físicas y psicológicas. Esa que fue una de las peores tragedias relacionadas al robo de combustible, se dio en medio de la “estrategia” que el gobierno gobierno federal había emprendido para acabar con el huachicol y que también tuvo como eje la compra de 671 pipas para transportar cientos de miles de barriles de combustible vía terrestre, lo cual, por supuesto, ocasionó un desabasto únicamente comparable con los países que enfrentan guerras o desastres naturales catastróficos.

El 31 de octubre, en el municipio de San Pablo Xochimehuacán, Puebla, la explosión de una toma clandestina de gas estuvo a nada de convertirse en una nueva tragedia ocasionada por el robo de hidrocarburos, delito que (también) está fuera de control. Aun cuando el presidente afirmó en su informe del 1 de septiembre que “en el tiempo que llevamos en el gobierno se redujo el robo de combustibles en 95%”, el huachicol de todos los días, con sus víctimas y sus costos económicos, son una muestra irrefutable de la presencia generalizada de este delito.

Mientras se dan cifras “alegres” en la materia, Petróleos Mexicanos (Pemex) informó que, desde el mes de julio, se han incrementado en 543% las tomas clandestinas en el país. Es ridículo imaginar que, ante un alza de esta naturaleza, el robo de combustible vaya a la baja y se haya prácticamente eliminado, como aseguró López Obrador. De acuerdo con el mismo reporte de Pemex, son al menos 5,289 las tomas irregulares que se encontraban abiertas alrededor del territorio nacional en el primer semestre de 2021, ubicadas principalmente en los estados de Hidalgo, Puebla, Estado de México y Guanajuato. En cuanto al costo económico del huachicol, se estima que cada año el Estado pierde alrededor de mil millones de dólares por concepto de robo de hidrocarburos, que en pesos mexicanos asciende a casi 20 mil millones, un 10% más de lo que recibirá la Fiscalía General de la República en su presupuesto para 2022.

Ante tal escenario, queda claro que el huachicol es una muestra más del fracaso presidencial por contener la inseguridad que enfrenta el país. El poder que han alcanzado los grupos delincuenciales en México rebasa por completo los endebles intentos por mantener el “control” de la seguridad. Además, por si faltara algo, este delito tan redituable para los cárteles no sería posible sin la ayuda de funcionarios corruptos que venden o filtran a los grupos criminales la ubicación exacta de las tomas, cuando, en teoría, dicha información debiera mantenerse reservada por ser un asunto de seguridad nacional. Se trata de un problema que combina la operación y control al interior de la empresa; y al exterior, nulas medidas disuasoras, además de programas sociales que no atienden el origen de los problemas de desigualdad y pobreza.

No existen atajos ni soluciones mágicas a un problema de tal magnitud. Se requiere de instituciones de seguridad y de justicia fuertes, que contemplen todos los eslabones de la cadena del mercado ilícito de combustibles, de otra forma, continuarán los incidentes lamentables y los actos de violencia extrema. Hoy, no se habla más de Tlahuelilpan: de la impunidad, de las víctimas, de los costos o del fracaso político e institucional que representó. El incidente de Puebla estuvo muy cerca de repetir las escalofriantes imágenes que dejó la tragedia de 2019. El huachicol de todos los días es una afrenta para la sociedad y para el país, ya que se prefiere mantener un mito por encima de la seguridad de la gente.

*Colaboró Genaro Ahumada

Presidenta de Causa en Común

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