Uno de los eslabones más delicados de la función gubernamental es la asesoría de cuerpos especializados para la toma de decisión. Los gobiernos tienen funcionarios expertos que les proveen información técnicamente sólida que les facilita tomar decisiones oportunas y relevantes para conducir los asuntos nacionales.

Los presidentes son, por diseño institucional, las personas mejor informadas de un país. Reciben los expedientes mejor elaborados, de modo que las decisiones que toman, se formulan con el más alto grado de conciencia de las implicaciones que una decisión puede tener. En los estudios de teoría de la decisión, el capítulo mejor explorado es el de los sistemas de inteligencia, pero no es el único. El Inegi y el Instituto Nacional de Ecología y Cambio Climático cumplen una función similar.

Los sistemas de inteligencia son esenciales porque anticipan los riesgos y analizan las trayectorias de los actores que, por la vía ilegal, intentan subvertir el orden constitucional o el estado de derecho. Con su auxilio, el Ejecutivo puede tener un panorama mucho más definido de la circunstancia prevaleciente en una región o en una coyuntura determinadas. Puede así gestionar los riesgos y amenazas con la mejor información disponible en fuentes abiertas y cerradas que incluyen intervenciones de comunicaciones y seguimiento de cuentas.

Los sistemas de inteligencia, como otros institutos especializados, deben tener autonomía técnica, pues es la única manera de proporcionar al Ejecutivo información precisa, alejada del cortesanismo agachón. La historia nos recuerda los riesgos que implica la politización servil de los órganos técnicos.

En el arranque de 1994, Salinas, instalado en la desmesura de quien se siente providencial, se percató tardíamente de que su órgano de inteligencia era proclive a la zalamería, la cual incluye aquello de que el Presidente es una especie de semidiós al que no hay que perturbar con interpretaciones alternas. Tampoco había que darle malas noticias o contrariar sus dicterios. Y ahí empezó la debacle. Cuando un mandatario no tiene capacidad de anticipar, su posibilidad de errar en la decisión se acrecienta. Perder capacidades técnicas, como las que provee el INECC, será nocivo para el tomador de decisión presente y los futuros.

No es un tema sencillo de gestionar, pues los presidentes expansivos tienden a escuchar menos (conforme avanza su administración) aquellas voces que no les dicen exactamente lo que quieren oír. Si manifiestan impaciencia e incluso intemperancia con los críticos públicos, es fácil imaginar el desgaste interno que puede haber en el gabinete cuando lo que el gobierno espera son buenas noticias y confirmar sus tesis. A nadie nos gusta escuchar información que contradiga nuestros supuestos, pero tampoco nos gusta hacer lagartijas o correr una hora en la caminadora, sin embargo, es parte de una disciplina mental que un gobernante debe tener. Por eso, mientras más fuerza tengan los órganos técnicos que lo asisten en la decisión, mayor será el servicio que le hagan al titular del Ejecutivo, pero, sobre todo, a la República, porque las decisiones que tome el gobernante en turno estarán más sustentadas.

Prescindir del INECC es un despropósito tan extraordinario como si al inicio del año decidiéramos tirar a la basura nuestra caminadora porque cada día nos resulta más pesado hacer nuestros 6 km reglamentarios. Y además argumentar que lo hacemos porque así nos sentimos más contentos y ahorramos electricidad. Es el viejo truco de engañarnos a nosotros mismos, como los presidentes acaban siempre creyendo su propia propaganda si no hay alguien que, con solvencia, les recuerde que su política ambiental o energética es regresiva y que no estamos cumpliendo con nuestros compromisos de reducción de emisiones. Feliz año.

Analista.
@leonardocurzio

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