El fin de semana pasado, dos grupos armados, uno supuestamente vinculado al Cartel de Jalisco Nueva Generación (CJNG), se agarraron a tiros en Tepalcatepec, Michoacán. La explicación de las autoridades fue la habitual: fue resultado de la disputa por la plaza entre dos bandas delictivas. Y sí, algo tiene de cierto esa interpretación de los hechos, pero no por ello es satisfactoria. Cuando decimos que hay una “disputa por la plaza”, ¿qué queremos decir? ¿Qué hay en esa “plaza” que amerite un intercambio de plomo? ¿Ingresos provenientes de fuentes ilícitas? ¿Producción de drogas? ¿Tráfico de personas? ¿O será que se busca el derecho de cobrarle cuota a los negocios lícitos? ¿A todos o solo a un sector específico?

Más de fondo, ¿qué es una plaza? ¿Dónde empieza y dónde acaba? ¿Se trata de un espacio físico? ¿De algún tipo de unidad administrativa del submundo criminal? ¿O es más bien una colección de fuentes de ingreso y complicidades políticas que están (o no) en un lugar específico?

La descripción a brochazo grueso de los contendientes de la balacera tampoco es muy útil. Si decimos que participó el CJNG, ¿a qué nos referimos en concreto? ¿A la simple autoidentificación de los pistoleros? ¿Eso qué dice sobre el arreglo administrativo? ¿Esos hombres armados cobran sueldo en el grupo criminal? ¿De fijo o solo para trabajos específicos? ¿Y son de fuera de la localidad o fueron reclutados in situ? Lo mismo vale para los adversarios que, según las reseñas de prensa, pertenecían a algo denominado Cárteles Unidos. Aquí tenemos la complicación adicional de que, por lo visto, se trata no de un grupo criminal, sino de varios, que probablemente tengan una suerte de coalición frágil e inestable, y cuyos integrantes pasen de un bando a otro sin mayor discriminación.

Algo similar pasa cuando pretendemos hablar de la “presencia” de grupos criminales en el territorio. No se me ocurre término más resbaloso para describir lo que pasa en el submundo criminal. En la definición de las autoridades o de los medios, todo y nada es prueba de presencia: una masacre, un plantío de marihuana, una serie de extorsiones, un enfrentamiento entre pistoleros, un decomiso fortuito, una detención aislada o alguna sospecha, más o menos fundada, de que alguien vinculado de alguna forma a algún grupo criminal pasó algún tiempo en un estado o municipio.

Esta terminología de origen militar es cada vez menos útil para describir la realidad nacional. Habría que abandonarla, junto con el marco conceptual que ubica a nuestra violencia como una disputa entre grupos criminales perfectamente identificables y que operan como actores racionales unitarios. Dicen muy poco sobre la multiplicidad de actores armados que hay en el país y sus variadas formas de operación.

¿Y con qué habría que sustituirlo? Con lo que están haciendo muchos analistas y académicos (pienso, por ejemplo, en Natalia Mendoza, Falko Ernst o Romain Le Cour): un regreso a lo local. Una descripción mucho más precisa, detallada y granular de los múltiples conflictos que hay en el territorio, y de los actores armados que los protagonizan. Decir que cartel A se enfrenta a cartel B por el control de tal o cual plaza o ruta no basta. Hay que describir lo que está en juego en concreto y quienes forman parte, en ese lugar específico y ese momento particular, de esos grupos en particular.

Esto sin duda es más complicado que pintar el mapa de azul Sinaloa y rojo Jalisco, y suponer que todo responde a sofisticadas estrategias de actores racionales. Pero es probablemente una ruta más fructífera para encontrar una salida al laberinto de nuestra violencia. Al menos, la empezaríamos a entender mejor.

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