Hace pocas semanas que se han reanudado las clases en los distintos niveles educativos en todo el país. Las tan anheladas vacaciones de Navidad llegaron a su fin. A unos les tocó descansar más que a otros y, sin embargo, siempre se siente que pudimos haber descansado más. Pero las cosas así son y el 2020 nos lleva ya de la mano, entre vientos, lluvias y heladas que hacen que salir de la cama cueste un poquito más.

No suelo visitar este espacio desde la primera persona, pero como esta vez el tema es muy personal, me lo permitiré. Al regreso a clases, y a manera de actividad integradora, encargué a mis alumnos (Chicos de bachillerato) que escribiera cómo habían sido sus vacaciones decembrinas, qué habían hecho, comido, cenado, regalado o recibido. No era mi intención ser una entrometida, pero hay que buscar pretextos para hacerlos tomar la pluma y escribir una que otra palabra; su pereza es tal… Así me topé una y otra vez con “No hice nada”, “Me la pasé dormido”, “Jugaba con la consola todo el día”. Diré que no me sorprendió, pero sí me desilusionó.

Antes, al menos cuando yo era pequeña, las vacaciones, y sobre todo las de diciembre, eran momentos para disfrutar, salir a jugar, compartir los regalos (O presumirlos), aprovechar el día, correr de aquí para allá; vivir cosas distintas a lo de siempre. Pero los jóvenes ya no ven ni siquiera esa posibilidad. Todo lo que implique mover su ser físico o provocar la sinapsis entre sus neuronas será rechazado al primer intento. Entre más muerto parezca uno, mejor; entre más idiotizados pasen las horas, mejor. Es como si evitaran a toda costa ser conscientes de que existen.

Toda esta realidad contrasta mucho con un libro que he vuelto a leer después de muchos años, uno que me hizo compañía cuando yo tenía unos años menos que mis alumnos y que me ha marcado para siempre: El diario de Ana Frank. Ha sido tan maravilloso mi reencuentro con Ana y su familia, que quisiera que todos lo leyeran. ¿Qué tiene que ver Ana con todo esto? Que sus circunstancias eran completamente distintas a las nuestras, pero era tan o más joven que los chicos que hoy, se supone, se están formando para ser productivos en la sociedad.

Ana tenía 14 años cuando tuvo que encerrarse para salvar la vida. Una joven que solía correr, andar en bicicleta, charlar; no tuvo otra opción (Más afortunada) que mantenerse oculta durante dos años. En su diario escribe lo mucho que extrañaba salir al sol, tomar aire fresco, vestirse decentemente, ir a la escuela. Afortunadamente, pudo conservar al menos sus pasatiempos de leer y escribir. ¡Se entusiasmaba con la pura idea de estudiar mitología! Comentaba libros con los adultos y soñaba con dar un simple paseo. Ana era una pequeña que devoraba el mundo a través de sus sentidos y sabía muy bien que quería hacer sentir que formaba parte de él.

Ojalá que los jóvenes que se están desarrollando como ciudadanos y como profesionistas tuvieran el mínimo de interés en vivir, como lo tenía Ana Frank, que no podía ponerse audífonos para no escuchar los bombardeos que caían en su ciudad, como hacen los alumnos para no escuchar la perorata de los maestros. Ojalá entendieran que son tan afortunados de ser libres, pero que se están encerrando en ellos mismos.

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