En medio del encierro pandémico, me puse a ver The Deuce, una serie de HBO que narra la transformación del negocio del sexo en Nueva York en los años setenta y ochenta. Para no arruinarles la experiencia, no voy a revelar mucho sobre su arco narrativo, salvo por un detalle: a final de cuentas, lo que acaba transformando el comercio sexual (y debilitando a las mafias que lo controlan) es menos la acción policial y más la irrupción de un virus y tres tecnologías.

El virus es, por supuesto, el VIH-SIDA. El surgimiento de una enfermedad de transmisión sexual, sin tratamiento conocido en ese momento y con consecuencias letales, cambió las preferencias de los clientes del comercio sexual. De pronto, las casas de prostitución o el trabajo sexual callejero empezaron a ser percibidos como prácticas de alto riesgo.

Por su parte, la crisis sanitaria le dio una potente excusa al gobierno de la ciudad de Nueva York para cerrar una serie de negocios vinculados a la prostitución y la pornografía, y redefinir el uso de suelo y la vocación comercial de un espacio urbano específico (Times Square).

En paralelo, la masificación de las cámaras portátiles y las videocaseteras trastocó radicalmente el negocio del sexo. De pronto, se volvió posible la producción casera de pornografía y su distribución descentralizada. Eso le arrancó poder a las mafias que extraían rentas de una industria pornográfica concentrada.

Algo similar sucedió con el arribo del beeper a finales de los setenta y principios de los ochenta. Esos aparatos, preludio de los celulares, se volvieron una herramienta de las trabajadoras sexuales para comunicarse con clientes sin pasar por padrotes o casas de lenocinio.

Todo esto sirve para una reflexión que me parece importante: los mercados ilícitos y el crimen organizado no existen en el vacío ni son fenómenos naturales. Sus formas específicas están determinadas por el contexto social, económico, tecnológico y hasta sanitario en el que operan.

Esto tiene implicaciones presentes. Estamos en medio de una crisis de salud pública que, a pesar de las vacunas, no va a desaparecer en el corto plazo. El Covid-19 se va a volver una enfermedad endémica que probablemente lleve a transformaciones económicas y sociales duraderas.

El trabajo remoto ha llegado para quedarse en muchos sectores. Los grandes centros urbanos están perdiendo algunas de sus ventajas frente a zonas suburbanas o rurales. El reto en los mercados ilícitos, como en muchos sectores legales, se ha vuelto llevar el producto (drogas ilícitas, por ejemplo) a los consumidores y no atraer a los consumidores hacia los puntos de venta.

A su vez, están explotando tecnologías que facilitan la desintermediación. Los mercados virtuales en la llamada red oscura permiten que compradores y vendedores de bienes y servicios ilegales se encuentren, así se ubiquen en puntos opuestos del planeta. Cada vez son más comunes las plataformas que permiten una comunicación encriptada de punto a punto. Han surgido además medios remotos de pago que no pasan por el sistema bancario (el bitcoin y las demás criptomonedas).

Todo esto apunta hacia una descentralización radical de los mercados ilícitos y milita en contra de estructuras jerárquicas complejas. Si, por ejemplo, un tipo en Minnesota puede arreglar un envío de fentanilo con un distribuidor en Wuhan, pagar con criptomoneda y recibir un paquete de algunos gramos por vía de mensajería, ¿para qué necesitaría a un narcotraficante a la vieja usanza?

¿Entonces esto va a terminar con el crimen organizado como lo conocemos? No lo creo, pero dudo que se quede intacto. Para bien o para mal.

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