Aquella mañana, dos agentes de la Subsecretaría de Inteligencia e Investigación Policial de la Secretaría de Seguridad Ciudadana de la Ciudad de México se acercaron de incógnito a la unidad habitacional ubicada en el número 88 de Calzada de la Ronda, en la colonia Ex Hipódromo de Peralvillo.

Se trataba de un inmueble de aspecto hermético, en el que era evidente que sus puertas se hallaban custodiadas permanentemente por varias personas, algunas de las cuales pasaban el día entero sentadas en sillas o en cubetas de pintura.

En un puesto ubicado frente a la unidad habitacional, los agentes pidieron unos tacos y unos refrescos.
Alguien se acercó de pronto por atrás y le dijo a la persona que atendía el puesto:

–La comida de los oficiales yo la pago.

En esa zona se encuentra un célebre mercado de autopartes, en que se venden parabrisas, lunas, espejos…

–No, muchas gracias –contestó uno de los agentes–, solo venimos a comprar unas piezas para mi carro.
–Que se paga la comida de ustedes –repitió el recién llegado.

Los investigadores llevaban un tiempo recabando datos sobre un sujeto conocido como “Fabián de la Ronda”, uno de los diez más buscados en la Ciudad de México.

Sabían que dicha unidad era el bastión de “Fabián de la Ronda” o “Fabián de Peralvillo”, y que allí mismo había iniciado, años antes, su carrera criminal.

Quienes iban tras él habían constatado varias veces, sin embargo, que era imposible acercarse al 88: la unidad, compuesta por más de 450 departamentos, era una especie de fortaleza en la que se reportaba por radio hasta el vuelo de una mosca.

¿Es posible que ocurra algo así en pleno centro de la Ciudad de México? Sí, a condición de que goces de la protección de elementos de la propia SSC y que hayas hecho acuerdos con delegados de la Cuauhtémoc para cambiar protección a cambio de votos y dinero.

Eso lo saben ahora en la Subsecretaría de Inteligencia e Investigación Policial: que “Fabián de Peralvillo” tenía acuerdos con anteriores delegados, quienes estiraron la mano, voltearon los ojos a otro lado, y de ese modo lo dejaron crecer.

Fabián Solís Vega había pasado una década trabajando en Estados Unidos. Regresó a Peralvillo con algún dinero y montó un negocio de venta de autopartes. Comenzó a conocer a mucha gente, de las dos que hay en el rumbo: de la buena y de la mala.

Cayó dos veces en el reclusorio. Una de ellas, porque mató a golpes a otro hombre en una riña (“sé boxear, soy bueno para el ‘trompo’”, le diría después a uno de los agentes que lo detuvo). Pasó cinco años tras las rejas.

Según relató él mismo, “cuando las cosas se pusieron calientes en la zona”, vecinos y comerciantes de Peralvillo le pidieron que los ayudara a detener a los extorsionadores y cobradores de piso.

Un reporte de la SSC indica que pronto levantó un pequeño ejército de halcones y gente armada, que “entre los cercanos y los de abajo” sería de unos 80 hombres. Pronto comenzó a comercializar drogas, “tabletas peruanas”, como le llamaba a los cuadros de coca, y se dedicó a la extorsión y el cobro de piso.

La cascada de muertes y detenciones de los miembros de la Unión Tepito le dio la oportunidad de expandirse. La ficha consultada por el columnista indica que pasó al despojo de predios y la privación de la libertad de vecinos y comerciantes.

Aunque “andaba por la libre” y la Unión no se metía con él (“Todos somos barrio, nos conocemos desde niños”, contó en el avión que lo traía a la ciudad de México), en 2019 hubo un quiebre y acabó enfrentado con Óscar Andrés Flores, El Lunares.

En febrero de 2020 fue asesinado uno de sus hombres, Daniel Álvarez Quijano, El Chiquitín, en calles de la Ex Hipódromo de Peralvillo. El Chiquitín era acusado de extorsionar mediante el uso de la violencia a comerciantes de la colonia. Dos sujetos que iban en moto lo asesinaron a las puertas de un taller mecánico, mientras hablaba con los empleados del negocio.

Tres meses más tarde fue abatido también por las balas del crimen organizado su escolta y número dos, un sujeto apodado El Zeus.

Las muertes fueron de ida y vuelta: fueron parte del reguero de sangre que hemos visto en los últimos tiempos.

En medio de esas muertes “Fabián de la Ronda” anduvo escondido en domicilios del Estado de México, “casas con circuito cerrado y cercas electrificadas”. Se movió en autos de lujo, Mercedes, Land Rover, Audi.

He visto una foto en la que está comiendo en uno de los restaurantes que frecuento a menudo. Uno de sus colaboradores, El Luisito, le entrega un paquete que según los investigadores contiene fajos de billetes. Había montado, al parecer, una empresa dedicada al blindaje de autos. Le estaba yendo de maravilla.

Lo aprehendieron en un domicilio de Acapulco, en el que pasaba periodos de entre cinco y 15 días. Los agentes sabían que en La Ronda era imposible intentar cualquier cosa.

Había bajado de peso, se había operado la nariz, se había hecho una bichectomía.

El día de abril en que un avión de la Sedena lo condujo de Acapulco a la Ciudad de México, con shorts y chanclas, “Fabián de la Ronda” se volteó el anillo que llevaba en uno de los dedos: “una imagen de la Santa Muerte con piedras rojas en los ojos”. Cuando el anillo estuvo volteado contra su puño, apretó la mano, cerró los ojos, y se puso a rezar.

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