Hace dos días, Donald Trump decidió jugarle al Mussolini. Incitó a sus simpatizantes —algunos de los cuales portaban camisetas con leyendas nazis— a tomar por asalto el Congreso de los Estados Unidos, en un esfuerzo desesperado para prevenir la ratificación de la victoria electoral de Joe Biden.

La intentona golpista fracasó, por supuesto. Con Trump, la ineptitud acaba siempre derrotando a la malevolencia. Pero esto no es, ni con mucho, el fin del trumpismo. Una encuesta telefónica de la empresa YouGov difundida ayer mostró que uno de cada cinco estadounidenses aprueba el intento de toma del Congreso. Entre los votantes republicanos, ese porcentaje sube a 45%.

Dicho de otro modo, el extremismo trumpista tiene base social y probablemente sobreviva por muchos años, aún si el propio Trump sale de la escena pública. Y, dadas las peculiaridades del sistema político estadounidense, no es imposible que, en un futuro no muy lejano, pueda volver a conquistar el poder.

Ese segundo episodio bien podría ser más violento, más autoritario, más nacionalista y más antimexicano que lo que hemos experimentado en los últimos cuatro años. Y sobre todo, más duradero: tras la experiencia de 2020, un nuevo presidente trumpista probablemente sería mucho más activo y eficaz en la subversión de normas y prácticas democráticas, a la manera de Erdogan o Putin.

Ya lo he escrito varias veces, pero lo reitero: ese escenario debería de aterrarnos. En mayor medida que en la versión original, un Trump 2.0 podría convertir a México en el cómodo “otro” sobre el cual construye las bases de legitimidad para un régimen autoritario, la fuente de riesgos múltiples que exigen un feroz manotazo para atajarlas. El Trump original solo ha hablado de enviar tropas estadounidenses a México. El Trump del futuro bien podría cumplir la amenaza.

Así parezca descabellado, ese escenario debería condicionar la reflexión sobre el futuro de México. Después de lo ocurrido en estas semanas, no podemos confiar en la existencia continua de un gobierno racional y democrático en Washington.

Eso tiene varias implicaciones en nuestra política de seguridad nacional. Como primera tarea, habría que pensar en formas de contrarrestar en el largo plazo el trumpismo dentro de Estados Unidos. Eso implica involucrarnos más abiertamente en la política interna del país vecino. Habría que calibrar con cuidado los instrumentos y los mensajes, pero encerrarse en el dogma de la no intervención es una idea suicida.

Más de fondo, México tal vez tenga que empezar a imaginarse como Taiwán: el vecino inmediato de una gran potencia que representa una amenaza existencial para la independencia e integridad del país.

Ese vuelco conceptual obligaría a repensar muchas cosas, desde nuestra postura de defensa hasta nuestra política económica, pasando por la orientación de nuestra diplomacia. Pero, sobre todo, nos tendría que llevar a tomar con mucho mayor seriedad nuestros asuntos públicos. En un país sin permanencia garantizada, donde la vida misma del Estado está en juego, el margen de error es considerablemente menor y la calidad del gobierno se vuelve una variable crucial.

Pero primero hay que aceptar lo que se evidenció en esta semana: Estados Unidos ya no es lo que era. Y eso significa que el mundo se ha vuelto más peligroso para México. Tal vez sería hora de que lo aceptáramos y actuáramos en consecuencia.

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