Un cambio mayor de la reforma educativa promovida por el presidente Andrés Manuel López Obrador es haber quitado al Estado la obligación que antes tenía para garantizar la calidad en la educación. Esa palabra fue sustituida por otras, tanto o más relevantes: equidad e inclusión.

Esta pareciera la principal diferencia conceptual entre “la mal llamada” reforma educativa y la que ahora se promueve. No es evidente porqué calidad y equidad deberían oponerse, o porqué la primera habría de ser calificada como un valor neoliberal.

La educación mexicana requiere igualar la calidad, al mismo tiempo que se promueve la mejora del logro académico. Derivada de esta disputa sin sustento se añade que la nueva reforma elimina de la Constitución los criterios que antes servían para medir la calidad en la educación: los métodos educativos, los materiales, la organización escolar, la infraestructura o la idoneidad de los maestros y los cuadros directivos de las escuelas. Con tal de retirar del texto constitucional el término “idoneidad,” para que los docentes no fueran evaluados conforme a criterios arbitrarios, los actuales diputados barrieron con el resto de los elementos que merecían permanecer ya que, en la práctica, son los que inciden en la mejora educativa.

Otro tema clave que se modificó es el de la autoridad responsable de medir todo lo relacionado con la educación impartida por el Estado.

El Instituto Nacional para la Evaluación de la Educación (INEE) es un general al que le han arrancado los galardones. Por obra de la nueva iniciativa no será más un órgano constitucional autónomo, sino un organismo desconcentrado de la secretaría de Educación Pública.

Este descenso en la jerarquía no debe pasar desapercibido. Cuando nació, por allá del año 2002, el INEE era una institución vulnerable, cada vez que sus reportes señalaban problemas y responsables.

En su primera etapa fueron muchas las veces que los líderes del SNTE, los burócratas encumbrados o el partido gobernante intentó esconder, maquillar o modificar los resultados de las evaluaciones.

La presión política y burocrática ejercida en contra del INEE suele ser mayúscula porque cuando las evaluaciones salen mal, los padres de familia reclaman y la sociedad se enoja con los gobernantes. Pocos temas son más sensibles, más inflamables políticamente, que la educación.

Fue por esta experiencia que se encumbró al INEE para que ocupara un asiento entre los pocos órganos constitucionales autónomos que tiene nuestro país. La intención del Legislativo fue blindar a los evaluadores frente a argumentos que nada tenían que ver con la evaluación.

Entonces se tuvo en mente al INEGI, como institución capaz de proveer de datos precisos sobre un tema tan fundamental. En efecto, el INEE fue concebido como el INEGI de la educación: una instancia especializada y técnica que no pudiera ser capturada por la demagogia, ni la politiquería.

La degradación que sufrirá el INEE no se hace cargo de esta parte de la historia. Al contrario, obedece al enojo que despertó el hecho de que sus evaluaciones autónomas no fueran condescendientes con los intereses de la política mezquina.

Los errores que haya cometido el INEE autónomo, durante sus primeros cinco años de vida, no justifican la defenestración. Habría bastado con corregir, ajustar e incluso fortalecer.

Que la secretaría de Educación Pública sea juez y parte, educador y a la vez evaluador, es un problema serio, un conflicto de interés que en el pasado nunca se resolvió bien.

Por otro lado, tengo para mí que la aportación más interesante de la nueva reforma educativa es el nuevo sistema de profesionalización docente, uno que pone el énfasis en la formación y la capacitación, en el reconocimiento a los maestros y en los estímulos —que no los castigos— para asegurar que los profesores ofrezcan lo mejor de su talento.

Zoom: Por el bien de todos, que esta reforma educativa sea la buena y dure en el tiempo, y que mejore e iguale la calidad.

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