El lunes, comenté en este espacio el asesinato de Abel Murrieta, candidato de Movimiento Ciudadano a la presidencia municipal de Cajeme, Sonora.

Ese caso fue particularmente visible, tanto por la trayectoria de la víctima como por las circunstancias del atentado. No se trata, sin embargo, de un hecho aislado o poco frecuente. 

De acuerdo a un reporte reciente publicado por la consultora Etellekt, 79 políticos locales han sido asesinados durante el actual proceso electoral. A esto, hay que sumarle el homicidio de 28 familiares de políticos y 91 funcionarios públicos locales. Entre los políticos ejecutados, se cuentan 31 aspirantes o candidatos a puestos de elección popular.

Hasta la fecha, el estado más mortífero para políticos y funcionarios locales ha sido Veracruz (22 víctimas, entre políticos y funcionarios), seguido de Guerrero (16), Oaxaca (14) y Guanajuato (12). El fenómeno, sin embargo, tiene alcance nacional: desde septiembre del año pasado, 25 de las 32 entidades federativas han registrado asesinatos de políticos y funcionarios locales.

Esas muertes no sino la manifestación más visible de la violencia asociada al proceso electoral. Etellekt tiene registrada en su base de datos 476 agresiones en contra de políticos locales. En ese total, se cuentan 174 casos de amenazas, la mayoría vía mensajes o llamadas anónimas, pero recibidas presencialmente en algunos casos. Hay también 25 secuestros reportados (uno de los cuales terminó con el asesinato de la víctima) y 30 robos (con y sin violencia).

Es interesante notar que la amplia mayoría (69%) de los candidatos y aspirantes que han sido víctimas de alguna agresión buscaban un cargo municipal. Solo el 17% estaban en una contienda federal.

Esa distribución no es nueva: la violencia sociopolítica siempre se ha manifestado sobre todo en el espacio local. Es posible, sin embargo, que el riesgo para los políticos locales haya crecido en la última década como resultado de la fragmentación y dispersión de los grupos armados.

En un mundo de narcos, los gobiernos municipales no eran particularmente relevantes. Mientras un presidente municipal no colaborara de más con las autoridades federales, no tenía mucho que temer de los narcotraficantes.

Pero eso ha cambiado. Hay más mafiosos que narcos. O narcos que también son mafiosos. Por diversas razones, empezando por la política de descabezamiento puesta en marcha hace una década, los grupos criminales se han partido mil pedazos. 

Esas bandas emergentes no tienen mucha sofisticación, pero cuentan con armas, hombres y mucha disposición para la violencia. En consecuencia, se han dedicado en buena medida a extorsionar, secuestrar y robar. Para esas bandas, los gobiernos locales son indispensables.

En primer lugar, son fuente insustituible de información: ¿quién es dueño de qué cosa? ¿quién quiere poner un nuevo negocio? ¿quién pidió una licencia de construcción? Es decir, ¿quién es blanco de extorsión, secuestro o robo?

Además, son proveedores de músculo: ¿para qué contratar sicarios si se puede controlar a la policía municipal? 

Por último, son fuente de ingreso. Hay muchos casos donde los gobiernos municipales han sido extorsionados directamente o han dado contratos de obra pública o servicios a empresas vinculadas a criminales.

En ese contexto, no es de extrañarse que los gobiernos municipales sean objetivo de los grupos armados. Y si para hacerlo, hay que sobornar o cooptar al alcalde o a otros funcionarios municipales, pues venga. Y cuando la plata no funciona o no es suficientemente convincente, viene el plomo. Mucho plomo.

Y esto no va a cambiar mientras persista la impunidad, mientras no tenga consecuencias matar. Así de fácil.

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