En fechas recientes, parte de la conversación pública ha girado en torno al viejo dilema de los alcances del poder que otorga la mayoría. La discusión viene a propósito de las declaraciones de López Obrador sobre los organismos autónomos. De acuerdo con el presidente, estos organismos han servido para “favorecer a minorías” y representar a “grupos de intereses creados”. Sobre el mismo tema, hace unos días reiteró que “nada ni nadie estará por encima de la voluntad soberana del pueblo”.

La concepción de democracia que subyace en las declaraciones de López Obrador está en contraposición a la tradición madisoniana. Esta tradición toma su nombre de James Madison, uno de los principales defensores del diseño constitucional norteamericano. Como señaló el célebre teórico de la democracia, Robert Dahl, la tradición madisoniana busca un compromiso entre la fuerza de la mayoría y los intereses de las minorías, entre la igualdad política de todos los ciudadanos y el “deseo de limitar su soberanía” (A Preface to Democratic Theory, p. 4). En este sentido se puede ubicar a López Obrador en el bando donde la voluntad general es suprema y por ende la opinión de la mayoría debe ser obligatoria para el resto de los ciudadanos. Bajo esta óptica de la democracia, las restricciones constitucionales a la voluntad de la mayoría son indeseables.

Ambas corrientes de pensamiento han coexistido en la teoría democrática desde tiempo atrás. Reflejan diversas formas de entender y organizar la vida política. Una está más asociada a la tradición anglosajona mientras que la otra tiene rasgos de la Europa continental (Francia). Como ha señalado George Sabine, la primera le da más importancia a la libertad mientras que la segunda enfatiza la igualdad (The Two Democratic Traditions).

Si algún camino siguió nuestro proceso de democratización fue el de la construcción de contrapesos al poder presidencial. Poco a poco los espacios de poder de los presidentes priístas se fueron estrechando: elecciones, política monetaria, transparencia, etc. Conscientes de los excesos del poder presidencial, cuya cúspide fue la nacionalización de la banca, se le buscó limitar. Esta es la herencia contra la que lucha López Obrador. Más allá de la ideología (López Obrador no abreva en el pensamiento anglosajón), algunos de sus seguidores creen que los límites a la acción gubernamental son equivalentes a limitar la voluntad popular reflejada en la mayoría electoral del presidente.

En sexenios pasados, los presidentes no se atrevían a hablar por la mayoría por la sencilla razón de que el electorado se las negó. Ello ocultó cuán débiles pueden ser nuestros contrapesos institucionales. A pesar del gran número de organismos autónomos, su creación nunca obedeció a un diseño institucional de largo alcance y con los incentivos adecuados. Algunos de ellos fueron capturados por el gobierno y/o los principales partidos políticos y, al cambiar la correlación de fuerzas, han mostrado su fragilidad.

Más allá de los mecanismos constitucionales, la principal limitación a un gobierno mayoritario radica en la volatilidad del electorado. En una democracia, las mayorías son generalmente inestables y de corta duración. Un gobierno mayoritario puede implementar su agenda, pero tiene que rendir cuentas en las urnas y muchas veces pierden la mayoría legislativa (como le acaba de ocurrir a Trump). Para quienes gustan de un gobierno acotado, la debacle nacional del PRI, PRD y hasta cierto punto el PAN debiera ser hoy el principal foco de alarma. Sin una oposición sólida todo el entramado institucional de separación de poderes y contrapesos institucionales se viene abajo.

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