Pocas cosas despiertan más curiosidad que los mecanismos de decisión de los poderosos. En estos días, mucha gente se ha preguntado qué movió a Putin a tomar una determinación que es consonante con su trayectoria pero que, al mismo tiempo, amenaza con mandarlo al infierno de los tiranos repudiados de la historia. El alegato nacionalista suele ser el último recurso de quien siente que su ocaso está cerca. A Putin lo empiezan a circundar las contradicciones políticas y su último recurso es la utilización cruda del poder militar para sojuzgar un Estado independiente. Rusia ha invadido Ucrania y la responsabilidad recae directamente en el individuo que gobierna ese país.

Pero volvamos al tema central de este artículo: ¿qué ocurre con el solitario del Kremlin y con los solitarios de todos los Palacios? Supongo que el primer demonio que los sitiará será el de la crítica, a la que el ejercicio del poder en solitario los lleva a confundir con traiciones, sediciones y conjuras. Los que están acostumbrados a que nadie les lleve la contra verán cualquier sugerencia, recomendación o dictamen como un insulto. Cualquier consejero que se hubiese atrevido a sugerir al temible líder del Kremlin otro curso de acción, habría tenido el ojo reprobador de éste y eso va uniformando voluntades en los círculos más cercanos.

Los líderes se percatan, sin embargo, que buena parte del allanamiento de sus burocracias más cercanas no es hijo de la convicción sino del sometimiento. Por tanto, anida en su alma la desconfianza que despiertan en el poderoso todos los serviles. Y ahí es donde (imagino) que el rais (o concentrador de poder) empieza a entrar en el más profundo de los laberintos de la soledad: el de los secretos.

Nada descompone más el carácter de una persona que enterarse subrepticiamente de lo que dicen los demás. Las escuchas telefónicas, las intercepciones de cables, incluso el tener acceso a cualquier tipo de información de las cañerías del Estado, da una indudable ventaja para gobernar. Se puede saber qué hacen tus enemigos políticos, los salarios que percibe quien te resulta antipático, puedes incluso, saber vida y milagros de quienes fueron tus rivales amorosos. Y el saber esas cosas altera el alma del poderoso. Por eso, a la distancia, los vemos como seres desquiciados, incapaces de ver el panorama completo y los costos en los que incurren por las decisiones que toman.

Ocurre con frecuencia que ellos saben cosas que nosotros no sabemos y las saben no porque sean versados en las artes del gobierno, sino porque las conocen gracias a los informes de inteligencia, cuyo distintivo es el secreto. Su furor es hijo, no de lo que todos sabemos, sino de las conversaciones que esos ciudadanos han tenido en privado con otros actores nacionales o internacionales y a las que han tenido acceso indebidamente. Esa combinación de información abierta y restringida los lleva a actuar en la escena pública con información de las cañerías. No hay alma que resista esto. Es como conocer el secreto de los corazones y darte cuenta de que aquellos que te profesan devoción (en teoría) en el fondo te desprecian por tu carácter desapacible y disparejo, por tus decisiones arbitrarias y por tu proclividad a arropar a mediocres.

Entender la psicología del poderoso pasa por saber qué informes han pasado por su escritorio, qué escuchas telefónicas o qué correos electrónicos privados les han sido revelados. Cuando uno sabe más de lo que debe saber, o se convierte en un chantajista profesional y vive sacando provecho de la información privilegiada, o su vida se torna miserable porque oye todo aquello que acaba destruyendo su sentido de seguridad y autoestima. Y por eso empieza a ver moros con tranchetes en todos los rincones del Palacio en el que mora.

Analista.
@leonardocurzio

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