No debió ser difícil imaginar del otro lado de la línea el rostro rubicundo y la mirada acerada del jefe de la diplomacia norteamericana, Mike Pompeo, cuando hace días llamó al principal despacho de la Secretaría de Relaciones Exteriores, con una singular petición. “Estamos considerando levantar el waiver (congelamiento) del titulo tercero de la Ley de Libertad Cubana… sería importante que La Habana estuviera enterada. Ayudaría que Cuba hablara de una transición para (Nicolás) Maduro (presidente de Venezuela) …”, dijo Pompeo, palabras más, palabras menos, a su interlocutor, el canciller mexicano Marcelo Ebrard.

De acuerdo con fuentes gubernamentales en ambos países, la propuesta del Departamento de Estado norteamericano buscó seducir al gobierno de López Obrador para ser un incomodísimo mediador con Cuba, algo ajeno a lo que se ha buscado desde que estalló la más reciente crisis provocada por el régimen autoritario que mantiene a Venezuela al borde de una guerra civil.

Pese a sus ademanes afables y bronceado californiano, Pompeo, exdirector de la CIA y destacado integrante del “Tea Party” (el ala más conservadora del Partido Republicano), no ha cobrado fama por manejar con soltura el estilo diplomático. Lució más auténtico en su anterior puesto cuando declaró que la agencia de inteligencia estadounidense debe espiar a líderes extranjeros de todo el mundo y ser “agresiva, brutal, despiadada e implacable”.

Por eso es probable que leyera una tarjeta cuando le refirió a Ebrard Causabón la citada Ley de Libertad Cubana (y de Solidaridad Democrática, su nombre completo). Tal legislación fue un alarde propagandístico avalado por el gobierno de Bill Clinton en marzo de 1996, luego de que jets militares cubanos derribaran, un mes antes, dos avionetas de cubanos residentes en Florida que sobrevolaban la isla en un gesto de provocación que acabó trágicamente.

El título tercero de esa ley, conocida como la Helms-Burton por sus creadores (los legisladores conservadores Jesse Helms y Dan Burton), dicta que serán sancionadas todas las compañías, no estadounidenses, que tengan tratos comerciales con Cuba. Tras el furor de los primeros meses, ese título fue puesto en suspenso.

Revivir esa disposición, a 23 años de distancia, supondría un amago contra compañías privadas de todo el mundo, en particular europeas, que desde hace décadas hacen negocios con la isla y el régimen que preserva la horma monolítica castrista. “Exhumar la Helms-Burton sería llevar al mundo a un nuevo ciclo de Guerra Fría”, dijeron a este espacio observadores cercanos al proceso.

Traducido al castellano simple, la petición de Pompeo a Ebrard fue que México le pidiera a Cuba hacer un pronunciamiento favorable a la salida de Maduro de Venezuela y a una transición ordenada. La Cancillería ha decidido guardar un significativo silencio al respecto.

La poca pertinencia de ese propósito se agudizaba ante indicios de que Estados Unidos no pretendía compensar en nada a La Habana en la eventualidad de que cesara su respaldo a Maduro y facilitara su abdicación, acaso para exiliarlo en la isla.

México ha tomado debida nota de que emisarios de Washington han sugerido a sus más cercanos aliados en la estrategia de cerco sobre Venezuela (Colombia y Brasil), que una vez derrocado Maduro, la presión deberá ser dirigida sobre los regímenes de Nicaragua (bajo la dictadura de Daniel Ortega) y, desde luego, Cuba.

En ese contexto, resulta más que explicable que una nueva reunión entre Ebrard y Pompeo, anunciada inicialmente para principios de febrero pasado, se haya venido posponiendo. El horno no está para bollos, decían las abuelas.

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