La diferencia entre una política clientelar y una de fomento a la cohesión y movilidad sociales estriba  en la entrega de bienes y servicios públicos de calidad, de forma que los menos favorecidos puedan reducir las desigualdades que arrastran. Hay muchos servicios igualadores, como el agua potable. Contar con un transporte público cómodo y eficaz permite, a los más desprotegidos, que su vida no tenga penalidades suplementarias y, por supuesto, el poder recurrir a un servicio de salud diligente les da la certeza de que, en lo básico, tienen las mismas condiciones que las restantes clases sociales. El acceso a internet y la existencia de espacios públicos para la recreación y práctica del deporte deberían ser el objetivo número uno de la inversión de los gobiernos,  pero en nuestro país gusta más  repartir televisiones, tarjetas rosas o dinero en efectivo. Esas políticas  congelan a los individuos a permanecer en el mismo estrato en el que nacieron, con un poco más de renta disponible para su consumo que no es en sí nocivo, pero no cambia su situación.

Las instituciones que cambian la vida de la gente son aquellas que ofrecen, por ejemplo, un diploma que asegure empleabilidad y que cambie la biografía individual y familiar de quien ingrese a un centro educativo. Me resultó reconfortante y aleccionador escuchar al rector de la UNAM, Enrique Graue, en una entrevista con él en ADN 40. El 60% de los jóvenes matriculados en la máxima casa de estudios provienen de familias con ingresos inferiores a cuatro salarios mínimos. Además, son hijos de padres sin educación superior, es decir, ellos serán los primeros en tener un título universitario. La universidad, por tanto, no es un subsidio para las capas más favorecidas de la sociedad que representan un porcentaje residual de la matrícula, sino un trampolín para la movilidad social.

No es cosa menor y vale la pena ponderar que el dinero que la nación invierte en la Universidad, es devuelto con creces. Tampoco es cosa menor analizar por qué la UNAM puede hacer esto y no ocurre lo mismo con otras instituciones o servicios públicos. El primer factor es que la UNAM se autogobierna y está basada en el mérito, tanto de estudiantes, como del personal académico. El igualitarismo, una virtud en la vida pública, no lo es tanto en estructuras en donde el conocimiento y el mérito determinan los mecanismos de ascenso y los correctivos. Los exámenes de ingreso y de permanencia son fundamentales para mantener la calidad de los diplomas. Una universidad sin exámenes, que abre las puertas a quien se quiera matricular, deja de ser una universidad y pasa a ser otra cosa. Cuando una universidad es incapaz de ofrecer a sus egresados un certificado de aptitud creíble y valorado pierde su esencia y se engaña a los jóvenes con la idea de que su vida podrá cambiar.

Defender el modelo de la UNAM no es amparar a una casta privilegiada, es preservar un modelo civilizatorio y de movilidad social que le da prestigio a este país. La UNAM es una de las 102 mejores universidades del mundo, cosa que no muchas instituciones en Iberoamérica pueden presumir. La Universidad es de todos, pero quienes entran a ella, lo hacen con la íntima convicción de que su vida cambiará porque en esa casa, el espíritu habla por la nación y el espíritu es el de superación, no el de una palabrería justiciera igualitaria que, como dice el tango, pone en el mismo nivel a un burro que a un gran profesor, a un estudiante aventajado que a un holgazán. Bien lo ha dicho Clarisa Hardy: la cohesión social no es un programa de gobierno, es un proyecto de una sociedad dirimido democráticamente, que tiende a institucionalizar sistemas de protección con financiamientos seguros, no sujetos a los vaivenes de la economía ni a voluntades políticas circunstanciales.

Analista político.
@leonardocurzio

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