Es falso que los actos de corrupción cometidos por funcionarios públicos puedan ser perseguidos como delitos graves. De hecho, la mayoría de ellos son todavía invisibles para la justicia penal.

Un error legislativo dejó como letra muerta las reformas al código penal federal del año 2016 dedicadas a tipificar los delitos en materia de anticorrupción.

El pasado lunes, con motivo del informe del presidente Andrés Manuel López Obrador sobre sus primeros cien días de gobierno, el mandatario presumió la reforma que su partido promovió para declarar como graves los actos de corrupción.

Muy probablemente el presidente no sabe que el catálogo de delitos al que hizo referencia no ha entrado, ni podrá entrar, en vigor, si antes no se realiza una nueva reforma al código penal federal.

Las abogadas Estefanía Medina y Adriana Greaves (blog de Nexos, marzo 11, 2019) han hecho notar el galimatías provocado por la legislatura pasada, el cual mantiene en el limbo jurídico a las reformas penales del 2016 en materia de corrupción.

Hoy no comete delito grave, por ejemplo, el servidor público que se enriquezca durante su función, de manera inexplicable. Tampoco el que, por sí mismo o por interpósita persona reciba dinero para hacer o dejar de hacer un acto inherente a su cargo.

Estas conductas, entre muchas otras, que gracias a la reforma penal del 2016 debieron convertirse en delitos de corrupción —y que, por obra de la iniciativa del presidente López Obrador habrían ascendido a la escala de graves— son en realidad papel mojado, delitos fantasmas, actos que ni la ley ni la justicia pueden perseguir.

El origen de este galimatías se halla en el primer artículo transitorio de las reformas al código penal federal, publicadas el 18 de julio del año 2016. Ahí se estableció que la nueva tipificación de delitos relativos a la corrupción entraría en vigor el día que el Senado de la República nombrara al fiscal anticorrupción.

Pero el Senado jamás nombró a ese titular: tuvo cuatro años para hacerlo, entre 2014 y 2018, y sin embargo, fue incapaz de cumplir con un mandato que esa cámara se impuso a sí misma.

Al no acatar este requisito, el Senado envió a una zona fantasma todo el listado de ilícitos que más recientemente, la nueva legislatura, tipificó como delitos graves.

El pasado primero de marzo, el Fiscal General de la República, Alejandro Gertz Manero, instaló por fin la nueva fiscalía especializada en anticorrupción; sin embargo, por extraño que parezca, esta otra institución no es la misma que aquella que el Senado debió haber nombrado antes de que concluyera el año 2018.

El titular de la primera fiscalía, cuya investidura era condición para que el catálogo de delitos de corrupción entrara en vigor, debió haber recibido su encargo gracias al voto de dos terceras partes de la cámara de Senadores.

En cambio, la flamante responsable de esta otra fiscalía, María de la Luz Mijangos Borja, obtuvo el puesto gracias al fiscal general, Alejandro Gertz, quien siguiendo un procedimiento distinto, recién solicitó a la Cámara Alta que ejerciera su potestad de refrendo.

La diferencia estriba en que mientras el primer fiscal debía ser nombrado por el Senado, la segunda lo fue por el fiscal general y, en este caso, los senadores sólo tienen facultad para refrendar.

El desastre surge cuando la vigencia del catálogo de delitos antes referido no está ligada al nombramiento de Mijangos, sino al de un hipotético fiscal que jamás entró en funciones.

Esto querría decir, muy puntualmente, que los funcionarios acusados de cometer un ilícito inscrito en el catálogo penal de la anticorrupción podrán ampararse, y salir bien librados, porque la ley utilizada para perseguirlos quedó extraviada en una zona fantasma.

ZOOM: Si el presidente quiere, en efecto, encarcelar a los funcionarios públicos corruptos tendrá, de nuevo, que enviar una iniciativa de reforma al código penal federal para asegurarse esta vez de que el catálogo respectivo entre en vigor sin condiciones ni pretextos. 

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