Cada vez que se interroga al presidente Andrés Manuel López Obrador sobre su política para enfrentar la violencia suele hacer referencia a los programas sociales de su gobierno.

La premisa de su diagnóstico y la solución son sencillas: hay violencia porque hay falta de oportunidades; luego, si se entregan recursos a las poblaciones más vulnerables, entonces disminuirá la violencia.

Una revisión cuidadosa de los datos exhibe, sin embargo, que tanto la hipótesis como la medicina serían erróneas: las regiones más pobres del país no son las más violentas; tampoco lo son las más desiguales.

Al contrario, los números dicen que la violencia se expresa de peor manera en las entidades más ricas, así como en aquellas que muestran mejores indicadores de equidad.

Esta semana la Comisión Nacional de Búsqueda (CNB), perteneciente a la Secretaría de Gobernación, ofreció datos duros sobre el reporte de las personas desaparecidas por región; se trata de uno de los síntomas más agudos de la violencia que viene enfrentando el país, desde el año 2006.

Al respecto sabemos que, en los últimos 13 años, han desaparecido —y permanecen ilocalizables—, 61 mil 637 personas. (Para darse una idea, esta cifra duplica en número las desapariciones durante la dictadura argentina y supera en 20 mil a las víctimas de la dictadura chilena).

De acuerdo con la CNB, cuya titular es Karla Quintana, hay siete entidades que destacan por el volumen de reportes de desaparición: Tamaulipas, Jalisco, Estado de México, Chihuahua, Nuevo León, Sinaloa y Coahuila.

Vale decir que estas entidades se encuentran entre las diez más ricas del país, en términos absolutos, y sobresalen si se les mide por el ingreso que percibe cada habitante. Las siete se hallan, igual, entre las entidades donde la riqueza está mejor distribuida, (en términos del coeficiente GINI).

Puesto así el argumento, no hay una correlación robusta entre pobreza o desigualdad, por un lado, y violencia por el otro. En otras palabras, la violencia en México no se puede explicar principalmente por razones de vulnerabilidad económica en las regiones.

Cabría de hecho especular con el argumento contrario: a mayor riqueza, mayor violencia, (medida por la cifra de personas desaparecidas).

Refuerza este argumento alternativo el hecho de que algunas de las entidades que exhiben peor rezago social, como por ejemplo Chiapas, Oaxaca, Hidalgo, San Luis Potosí o Yucatán, no se encuentren en la lista de los estados más violentos.

Medida por los reportes de desaparición, Puebla no aparece sino hasta el octavo lugar, Guerrero en el noveno y más atrás vendría Veracruz.

Hay un argumento que la actual administración estaría perdiendo de vista: la disputa del crimen organizado mexicano es por la riqueza del país, no por su pobreza. Las empresas ilegales no están interesadas en las regiones más rezagadas —en los habitantes más pobres— ni tampoco en las entidades más desiguales.

La violencia tendría más bien como variable explicativa el control del territorio, sobre todo aquel donde hay posibilidades de obtener un mayor negocio: las fronteras, los puertos, las minas, el comercio, la industria o la agricultura pujante.

Desde esta perspectiva, las transferencias de los programas sociales no son ni serán solución eficaz para que la violencia retroceda. La violencia —medida por desapariciones— es un problema mayormente de regiones ricas y, a partir de este diagnóstico, tendría que ser tratada la enfermedad.

ZOOM

Confrontar la desigualdad y la pobreza del país es un imperativo moral y también de viabilidad nacional, pero no es la medicina adecuada para ponerle un alto a la violencia que continúa echando raíces en nuestro México.


@ricardomraphael

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