Esta semana, explotó un conflicto político serio en Quintana Roo. El gobierno del estado, por la vía de un decreto, intervino la policía del municipio de Solidaridad (mejor conocido como Playa del Carmen) y la incorporó al mando único estatal. Esto se hizo contra la voluntad de la presidenta municipal, Laura Beristain, la cual a) anunció que impugnará la decisión en los tribunales y b) pidió el apoyo del gobierno federal en la disputa.

Este tipo de conflictos no son nuevos para el secretario de Seguridad Pública de Quintana Roo, Alberto Capella. Lo mismo sucedió durante su paso como titular de la Comisión Estatal de Seguridad en Morelos. En 2016, se enfrentó con el entonces alcalde de Cuernavaca, Cuauhtémoc Blanco, por el control de la policía municipal.

Existen buenas razones para implementar un modelo de mando único como el que ha venido impulsando Capella desde hace varios años. Permite homologar gradualmente las condiciones de las corporaciones policiales. Facilita la coordinación interinstitucional entre estado y municipios. Contribuye a mejorar la calidad de los mandos a nivel municipal.

Tiene, sin embargo, un defecto fatal: es políticamente inestable. Conduce casi inevitablemente a conflictos entre gobiernos estatales y municipios, sobre todo en municipios grandes. Más aún, cuando los presidentes municipales pertenecen a partidos políticos distintos al del gobernador. Eso lo hace muy vulnerable a cambios en el entorno político-electoral: en Morelos, no sobrevivió a la transición política.

¿Qué hacer entonces? ¿Cómo capturar las ventajas del mando único sin detonar un conflicto político que lo debilite? Mi opinión es que tenemos que cambiar los términos del debate.

La ubicación del mando, ya sea en los estados o los municipios, no es realmente el tema central: lo importante es la calidad de las policías, no quien manda sobre ellas. Tendríamos entonces que poner el énfasis en los procesos administrativos que permiten tener una buena policía. Allí hay un potente argumento para centralizar, no solo a nivel estatal, sino nacional. Por ejemplo, no puede haber realmente carrera policial en una corporación con 20, 30 o 50 elementos. Lo podría haber si esa corporación estuviese conectada a un cuerpo nacional.

En la práctica, eso significaría concentrar en la Federación varios procesos administrativos de las policías. Por ejemplo, el reclutamiento, en vez de dejarse a estados y municipios, puede hacerse a nivel central. Lo mismo para la formación: se puede establecer una academia nacional, con campus regionales, que forme a todos los policías del país. Podría haber una unidad nacional de asuntos internos y un solo centro de control de confianza con instalaciones en los estados. Para dotar de prestaciones a los policías, se podría crear un instituto de seguridad social para personal policial y ministerial, a la manera del que existe para las Fuerzas Armadas. Esto no es enteramente equivalente a una policía nacional, ya que los gobernadores y los presidentes municipales seguirían teniendo el mando operativo sobre los policías desplegados en sus jurisdicciones. Ya no serían, sin embargo, los responsables de hacer una reforma policial. Eso sería un proceso nacional.

Una reforma de ese tipo no es sencilla, pero no es imposible. Le daría estabilidad al sistema. Se podría despolitizar la discusión sobre la policía. Se protegería el desarrollo policial de las veleidades del calendario electoral en los estados. Y, con algo de suerte, nos evitaríamos conflictos como el que se vive en Playa del Carmen.

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@ahope71

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