En el fin de semana previo a las fiestas patrias, la ciudad de Tuxtepec, ubicada al norte de Oaxaca, en los linderos con Veracruz, se llenó de miedo. Por vía de Facebook y Whatsapp, se diseminaron supuestos mensajes de diversos grupos criminales (incluyendo al Cartel de Jalisco Nueva Generación), amenazando con una masacre de grandes proporciones y advirtiendo a los padres de familia de no enviar a sus hijos a la escuela.

Para el lunes 9 de septiembre, la psicosis era colectiva. Las clases se suspendieron en múltiples planteles escolares por dos días. Diversos comercios hicieron lo mismo. Las familias se encerraron en sus hogares a la espera de una orgía de sangre. Las autoridades del estado y el municipio trataron de calmar a la población, pero sus esfuerzos fueron infructuosos.

Y al final, la masacre anunciada no llegó. Hubo hechos violentos en el municipio, pero nada en la escala anunciada en las cadenas de mensajes.

No se sabe aún cómo iniciaron esos rumores. Se ignora todavía si fue obra de bromistas de mal gusto o una manipulación deliberada para desviar la atención de las autoridades. Lo que sí se sabe es que el rumor se expandió porque resultaba creíble. Y resultaba creíble porque la violencia es un asunto cotidiano en Tuxtepec y otros municipios de la Cuenca del Papaloapan.

El año pasado, se registraron 121 homicidios en Tuxtepec, un municipio de 167 mil habitantes. Eso implica una tasa de homicidio de 72.5 por 100 mil habitantes, tres veces por encima del promedio del estado y 2.5 veces más que la tasa nacional. Además, el problema no es tanto el nivel como la trayectoria: entre 2015 y 2018, el número de víctimas de homicidio se sextuplicó. Y 2019 no pinta mejor: en los primeros nueve meses del año, se han contabilizado ya más de 80 asesinatos.

Por si fuera poco, la violencia se ha vuelto extraordinariamente pública y extrema: el 17 de septiembre, un grupo armado asesinó a tres personas e hirió a dos más en una casa ubicada frente a una escuela. En abril, se encontró en las inmediaciones de la ciudad el cadáver mutilado de una mujer secuestrada en pleno centro de la ciudad unos días antes.

Dado esos hechos, ¿por qué resultarían notoriamente inverosímiles las amenazas que circularon por redes sociales?

La oleada de pánico arroja varias lecciones:

1. No hay que creer todo lo que circula en las redes sociales. En algunas regiones del país, no hay otra manera de enterarse sobre hechos de violencia, pero aún allí hay que hacer un esfuerzo por filtrar la información. Hay que fijarse quién es el mensajero, si los datos son precisos, si varias fuentes independientes los corroboran. Y en regiones donde la prensa local no está silenciada, es buena práctica esperar una confirmación de algún medio tradicional.

2. La violencia pública es altamente tóxica, más aún si viene con una dosis de teatralidad (mutilaciones, narcomensajes, etc.). Agudiza el temor de la población, exacerba la percepción de impunidad y daña severamente la imagen de una región. Amerita por tanto una respuesta excepcional de las autoridades.

3. La gente tiene temor porque hay violencia. En consecuencia, si se quiere reducir el miedo, hay que bajar los niveles de violencia. Es verdad de perogrullo, pero a veces se piensa que el problema está en la política de comunicación. La percepción y la realidad del delito no siempre van de la mano, pero el primer paso para cambiar la percepción es cambiar la realidad.

En resumen, es buena noticia que los rumores de Tuxtepec no se hayan materializado, pero es pésima noticia que hayan resultado tan creíbles. Es señal de que la Cuenca del Papaloapan está sangrando y nadie hace mucho al respecto.

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