La tumba de José Luis Blasio, secretario particular de Maximiliano, consta solo de una lápida quebrada e ilegible, totalmente devorada por la maleza. La efigie de José Justo Álvarez, general de la Reforma, ascendido por Benito Juárez, se halla partida en dos. A la escultura del doctor Río de la Loza, sepultado en 1876 en una humilde fosa de segunda clase, le han robado la cabeza.

Al pintor Santiago Rebull y a la señora Agustina Castro, esposa del general conservador Tomás Mejía, les quitaron todo: en el sitio donde estuvieron sus tumbas solo quedan dos lotes vacíos.

Caminé, hace unas semanas, por el Panteón de Dolores. Pensé en los domingos de otro tiempo: tras una travesía un poco complicada desde el rumbo de San Cosme, que incluía un par de trasbordos en aquellos viejos camiones chatos y rugientes de los años 70, cruzábamos al fin el pórtico antiguo del Panteón de Dolores, donde mi abuelo frecuentaba las tumbas de su nana y de una hermana muerta en la infancia.

A aquellas horas el panteón estaba silencioso. Olía a veces a tierra mojada. Atravesábamos fascinados las tumbas antiguas, bajo árboles que espesaban el silencio. Mientras mi abuelo cumplía con un ritual de medio siglo —cepillar las lápidas de mármol, ir por agua que luego vertía en los macetones de granito, colocar ramos de nubes y otras flores cuyos nombres se me escapan (pero cuyo aroma conservo); comenzar un rosario de oraciones dedicadas al reposo de las almas—, los niños explorábamos los misteriosos alrededores, llevando nuestras propias almas en vilo.

Qué inquietante era todo aquello. El dolor de otros expresado en las lápidas. Los ángeles de piedra que se inclinaban llorando sobre los sepulcros. Cristos, vírgenes y querubines desgastados y rotos. Los nombres raros de la gente. Las fechas, los epitafios de hacía más de un siglo.

Dolores es uno de esos lugares que se meten en el pecho y cuya memoria uno va arrastrando siempre. Lo inauguraron en 1875, en un lugar que era entonces remotísimo. En el último tercio del siglo XIX los principales cementerios de la Ciudad de México habían cerrado o estaban a punto de cerrar sus puertas —San Fernando, Campoflorido, Santa Paula—, y a pesar de que ir del centro a Dolores era toda una excursión —había que atravesar San Juan de Letrán y toda la avenida Chapultepec, para luego tomar una cuesta que corría al lado del Bosque y que hoy llamamos Constituyentes—, en muy pocos años todos los habitantes de la ciudad, según sostiene la investigadora Ethel Herrera, tuvieron un pariente enterrado allí.

Se le impuso el nombre de Dolores, no por Dolores Gayosso, la célebre familiar de los propietarios del cementerio, quien muy pronto ocupó un lugar dentro de este, sino porque el panteón se levantó sobre un terreno antiguamente conocido como la Tabla de Dolores, que era parte del rancho Coscacuaco. “Tabla” le decían en el virreinato al lugar donde se vendía la carne destazada de las reses.

Desde su inauguración, los miembros de familias acomodadas fueron sepultados en Dolores (85 pesos la fosa), aunque también hubo espacios que llegaron a costar apenas cinco pesos, lo que hizo de este cementerio uno de los más solicitados.

El propietario, Juan Manuel Benfield, se había comprometido a reservar un espacio dedicado a perpetuar la memoria de los hombres ilustres, “a quienes se hubiese decretado o se decretasen honores póstumos”. Como se sabe, el primero en ocupar un lugar en la actual Rotonda de las Personas Ilustres fue el teniente coronel Pedro Letechipía, muerto en combate en 1876.

Muy pronto se verificó el arribo en masa, no solo a la Rotonda, sino a los cuarteles diversos del cementerio, de próceres, de ídolos del pueblo, de héroes civiles y militares, de toda una gama de personajes históricos.

Según el investigador y exdiplomático David Olvera, experto buscador de tumbas históricas, este panteón fue “un jardín de recuerdos nacionales, pero también familiares e íntimos”.

Dolores protagonizó algunos de los grandes días de duelo. Ahí —y no me refiero a la Rotonda, sino a sus alrededores— fueron a sepultar un día de 1920 el cadáver acribillado de Venustiano Carranza: cerca de 80 mil personas acompañaron el féretro en los diversos tramos, desde Río Lerma número 35.

El congestionamiento, aquel día, se extendió por dos kilómetros. Se cree que cinco mil personas intentaron abrirse paso para llegar al borde del sepulcro de tercera clase en el que el Primer Jefe pidió ser sepultado.

Los diarios narran el episodio de llanto colectivo que se apoderó de la multitud cuando el féretro inició su descenso y una voz aislada entonó las notas del Himno.

A Dolores fueron a parar también los restos de Manuel Acuña, de Matías Romero, de Tina Modotti, de Ángel de Campo (otro habitante de la tercera clase, cuya tumba, hoy cubierta de hierba, quedó a solo tres pasos de la Rotonda).

Hoy todo eso se desvanece: las tumbas se desmoronan, las lápidas desaparecen o se hunden en el fango. Se roban los antiguos mármoles para pulirlos y revenderlos. Han desaparecido efigies y esculturas. Se han quebrado cientos de cruces. Duele caminar el misterioso Panteón de Dolores.

“Dolores es una ciudad de olvido —me dice Olvera—. Y es que en México nadie defiende a los muertos: no importa si estos son también los ‘soldados de la Patria’. Recuerdo el Himno y me pregunto: ¿De veras existe para ellos ‘un sepulcro de honor?’”.

Cae la tarde entre el escombro, el fango, la maleza.

demauleon@hotmail.com

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