—Yo ni loco entro ahí —solían decir.
Con un reducido equipo de colaboradores, De Anda desbloqueó la entrada, sellada con piedras milenarias, y reptó por un túnel de 15 metros hasta la primera galería. Había incensarios con la figura de Tlaloc, el dios de la lluvia de los toltecas.
“Ahí comienzan las preguntas”, me dice De Anda. “¿Qué es lo que esos mayas nos están gritando? ¿Por qué vinieron a dejar un dios tolteca a las profundidades de la tierra?”.
La otra pregunta es por qué en aquel lugar sellado, sin vida y sin fauna, apareció de pronto una serpiente coralillo que retrasó la expedición cuatro días. Cuando la coralillo se fue, De Anda se aventuró por otro túnel. “Regreso en medio hora”, le dijo al equipo.
Tardó cuatro horas en volver.
“Perdí la noción del tiempo —relata—. A medida que reptaba, alumbrándome con la linterna, fui encontrando vasijas, incensarios, trípodes, metates, piedras de moler. Había también una cascada de incensarios con la figura de Tláloc, que formaban un lago inverosímil de material ofrendado. Todo estaba intacto, como si acabaran de dejarlo. Un cajete estaba colocado sobre una piedra. Los incensarios conservaban el material que había sido quemado. Había semillas, alimentos… un tesoro de información inestimable”.
Había también pinturas. Unas muy rudimentarias serpientes entrelazadas pintadas en los muros de la cueva. “Me estremeció pensar que ninguna voz humana se había escuchado allí desde hacía mil años. Desde hacía mil años, ningún ser humano había respirado en esa parte de la cueva”, recuerda De Anda.
El lugar se puso difícil, aparecieron agujeros estrechos y lodosos, difíciles de cruzar incluso para un hombre diminuto (De Anda es ancho, fornido). En aquella zona había muy poco oxígeno y era preciso jalarlo con la boca. De Anda sentía, sin embargo, que la cueva “lo estaba dejando entrar”. No se equivocó. Se abrió otra galería: en ella había una estalagmita inmensa, que las filtraciones de agua habían cincelado durante millones de años. La rodeaban decenas de incensarios dedicados a Tláloc.
Una cueva no saqueada, un total de siete ofrendas, más 150 incensarios intactos. Huesos, jade, centenares de artefactos.
En 1959, un guía de turistas, José Humberto Gómez, descubrió la cueva de Balamkanché, el conjunto subterráneo más importante de la región, formado por un kilómetro de cavernas que descienden hacia un lago subterráneo. En una, entre cientos de ofrendas, se halló una estalactita inmensa que toca el suelo y que para los sacerdotes mayas no es otra cosa que la Ceiba sagrada que sostiene el universo.
Desde aquel hallazgo no había vuelto a descubrirse algo tan importante: Balamkú ayudará a reescribir la historia de Chichén Itzá.
Guillermo de Anda regresó a la luz llorando. “La cueva me dejó entrar muy lejos —le dijo a su equipo—. Allá abajo hay un tesoro”.
Un venado asomó entre los árboles, y luego se esfumó.