El cielo cae, bajo la presión, el nuevo hombre...

Todas las mañanas escucho esta canción de Ciudad Lineal. Era la favorita de Fabián, la oigo para acallar el estrepitoso ruido del incinerador. Las ventanas deben permanecer cerradas de modo que el humo no penetre. ¿Las cortinas? No las hay y no sé si las habrá. No debemos esconder nada. Durante las noches es nuestro turno: el momento de nuestra privacidad, pues nos dejan sin luz hasta que el fuego del incinerador se apague. El lugar en el que vivo ahora es amplio, pero no mejor que donde lo hacía antes. No podemos tener fotografías. Son prohibidas, como todo medio de comunicación. De eso se encargan ellos. A partir del mediodía, despliegan drones y estos reproducen la cantaleta de siempre «Un incinerador enorme se ha hecho para ti, sí, para ti, para personas que quieran dejar todo en orden. Vamos, déjate abrazar por el fuego».

Tengo un reproductor y quizá sea ya algo viejo, pienso que Fabián lo guardó el día en que nos arrebataron todo. Ese día, él se alistaba para ir a trabajar, comía huevo y pan tostado con mermelada de amaranto, yo apenas le llevaba su café cuando tocaron a la puerta. Nos dijeron que debíamos evacuar el lugar y que nos llevarían a un conjunto privado, que no podríamos llevar nada con nosotros. Yo quería llevarme algunos de mis libros, pero fue imposible. En ese entonces leía La máquina del tiempo de H. G. Wells. ¿Las explicaciones? No hubo tiempo para ellas y tampoco tuvieron razones para darlas. Lo que pasaba y seguiría pasando escapaba a nuestra comprensión. Nos sacaron con una fuerza más bien violenta y luego nos botaron de un puntapié, después nos abandonaron en este rascacielos. Volverán, solíamos pensar, pero nunca lo hicieron.

Tiempo más tarde, me di cuenta de cómo fue que Fabián había conseguido el reproductor, pero nunca se lo pregunté. Me hacía feliz verlo usar un destello nítido de nuestro pasado. A veces, bromeábamos durante las noches antes de dormir, mirando hacia el fuego, tan incandescente y seductor; nos decíamos que este sitio era tan frío que no nos caería mal ir hacia el fuego. Y luego soltábamos una carcajada. Nos dormíamos pensando que todo iba a mejorar y yo lo hacía tomando su mano. Me sentía inútil y a menudo suspiraba por el futuro, y las cosas que podría acarrear. ¿Podría mejorar?, pensaba, y siempre caía en la cuenta de que especular no resolvía nada. Suposiciones, eso eran, y las había por montones: las cuentas que deberíamos pagar, en que trabajaríamos, si habría guerra… eran tantas cosas que, al final, poco importó; el plan ya estaba ejecutado.

Fabián se mantenía fuerte, y solía darme masajes en los pies para que dejara de lloriquear, y luego yo dormía gran parte del día. Me abandoné porque no comprendía lo que pasaba, y él se empecinaba en animarme. No comprendía cómo era que se mantenía tan positivo, y algunas veces le reproché con rabia por qué no se quejaba, por qué no hacía algo para salir de este lugar. Pero él solo me miraba y me abrazaba. Después conversábamos, me departía sobre la música que le agradaba y luego me entonaba alguna, o lo hacíamos juntos, al unísono. Yo caía en un sopor hasta el día siguiente, con menos fuerza para luchar y con menos lágrimas. Nos acostumbramos, como podíamos esperar, a todo lo que sucedía alrededor y dentro de nosotros. Puede que al principio pareciera imposible, pero sucedió. Parecía que todo estaba bien luego de un tiempo, incluso dejamos la comida de lado. Ya no era necesario. Ellos nos alimentaban de otra manera: nos hacían llegar, a través de los drones, pastillas que sustituían los riquísimos platillos de la vida pasada. El agua, en cambio, escaseaba. No se pudo hacer gran cosa con ella. Así que la tragábamos, como podría esperarse, saturando la boca de saliva. Al principio, parecía imposible, pero nuestro cuerpo eliminó aquellos dolores, el hambre que gobernaba autoritariamente por dentro. Fabián extrañaba el café, el sabor a chocolate y el azucarado sabor de las frutas. No teníamos trabajo, pues ya no era necesario y tampoco había contacto con nadie más; el resto estaba separado. Nos habíamos pasado la vida orbitando desoladamente. ¿Había espacio para la felicidad? Así lo creía, al menos aquello representaba un aliciente. Creía que éramos felices, aunque no en su totalidad. Se lo comenté a Fabián e hicimos el amor como nunca, luego dormimos abrazados y felices por varias noches. Hasta que un día me encontré sola. Fue entonces cuando supe que se había marchado al incinerador.

El nuevo hombre... nuevo hombre...

Al día siguiente, luego de haberse marchado, ellos me enviaron una carta.

Fabián ha sido fuerte. ¿Lo entiendes? El fuego, sí, el fuego, él arrojará un nuevo mundo, uno mejor; donde la lluvia volverá a caer y la naturaleza resurgirá. La necesitamos, Alicia, venga al fuego, Fabián la espera. No se le puede huir al destino.

No lloré, al menos no ese día. El dron tocaba a mi ventana para dejarme las pastillas, pero me negué a tomarlas. El estómago me ardía y pensé que morir de hambre lo resolvería todo, pero no tuve el valor de hacerlo y, al final, cedí a tomarlas. Luego comenzaron los gritos y el eco de mis voces durante dos noches seguidas, hasta que ellos enviaron un dron con una advertencia. DEJE DE HACER RUIDOS O LE PESARÁ. Quizá porque molestaba a las personas que también estaban encerradas pensando en si debían saltar o no a ese horno, las que ya no tenían nada ni a nadie. Yo tenía al menos a Fabián, en la música, al escuchar lo que él oía, lo sentía conmigo, dándome fuerza, resistiendo. El sonido del sintetizador. El ritmo melancólico, igual que nuestra vida. Digo nuestra porque sé que está conmigo.

*

Escucho una explosión más del incinerador, el día de hoy el fuego está más intenso que de costumbre, cada vez hay más personas fundiéndose en él.

Por la noche sueño con Fabián, él me toma de la mano y me besa, lo veo incendiarse, pero no le duele. En cambio, él sonríe. Despierto tarde, es la primera vez que no veo el incinerador apagarse y tampoco he escuchado la canción, aunque la tengo en la cabeza El cielo cae…

Pienso en Fabián de nuevo, me llevo el reproductor, y salgo del edificio, todo sigue oscuro. Observo las ventanas, pero todas están empañadas. El elevador me lleva muy rápido, bajo demasiado mareada y me dirijo a la hoguera, El edificio se alza sin temor... sigo cantando para tranquilizarme, voy hacia la fila para subir al incinerador, hay gente ya formada, el número es impresionante. No sabía que las había tantas. Veo cómo se arrojan, uno por uno, y las llamas se avivan. Alguien me empuja. Volteo y veo a una mujer, tiene los ojos enrojecidos. Se ve molesta, no tarda en propinarme un puntapié. Veo a todas esas personas remontarse, alimentan al fuego, y recuerdo mi vida pasada, cuando podía hacer lo que quería, tomar fotos al cielo, que ahora esta ennegrecido. Lloro mientras camino y salgo de la fila.  Grito a la multitud que deben parar, que retrocedan al fuego, pero algunos me miran con terror, otros no me escuchan, caminan maquinalmente empujados por una esperanza desconocida, pero yo corro y vuelvo a gritar, de un lado a otro, hasta que veo dos drones acercarse. Me apresuro y sé que están detrás de mí. No tengo adonde correr, los muros son muy altos para trepar, y el humo empieza a llenar mis pulmones. Dos soldados me sujetan de los brazos y me arrastran. Pataleo, y en su defensa me golpean el vientre. Cuando abro los ojos, veo el fuego. Sus llamas se elevan y se trenzan entre sí.

En la cima me sujeto del barandal, otra vez el fuego, siento el calor en mi rostro, como si comenzara a incendiarme poco a poco. Lloro. Lloro hasta que ya no puedo. Me empujan con indignación, luego se detienen. Me dicen al oído que tengo que hacerlo yo, pues esto es la redención. El Nuevo Mundo, dicen ellos, es lo que hay después del fuego. Miro las llamas y pienso en el Nuevo Hombre. ¿Valdrá la pena el sacrificio?, me digo para mis adentros. Antes de saltar, un rayo parte el cielo, lo ilumina con una luz rojiza y llameante. Un estruendo, luego dos, y la serie se repite ininterrumpidamente. La tierra tiembla o quizás seré yo la que tiemblo. Escucho un ruido aún más fuerte, un estrépito que pareciera cercenar la tierra, pero no es la tierra. No miro hacia abajo, sino arriba.

Ha empezado a lloviznar.

—Muévase —dice uno de los soldados, lo veo y él agrega—: ¿O qué va a hacer?

El cielo henchido se arremolina sobre mí, este es el principio, pero también el fin, me digo, ha llegado la hora.

–Saltar —respondo.

El resto es silencio.


SEMBLANZA

Sylwia L.  (San Luis Potosí, 1989) es una escritora emergente, cuyas inspiraciones han sido siempre el misterio, la magia, y los mundos distópicos. Su gusto por la literatura la llevó a estudiar Escritura Creativa y Aproximación a las Letras en el CEART de San Luis Potosí junto a Alex Reyes y Violeta Costilla, respectivamente. Forma parte de la antología La sombra del porvenir (2019) con el cuento “Vecinos indeseados” y de la revista Asteroide errante con el cuento “Eyra”.

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