Hoy era el día, no podía esperar más. Había hecho de todo y los ruidos seguían, puntuales y escalofriantes. “Hoy es el día, no puedo continuar así”, se dijo Julia mirando la puerta del archivo con todo el cuerpo hecho una gelatina.

Todo inició apenas cuatro semanas atrás. Era tarde, revisó el expediente de su próximo paciente, suspiró y se relajó en su cómodo sillón color calabaza. Estaba en el consultorio desde las cuatro treinta, pero desde hacía más de un año se daba una pausa de veinticinco minutos entre la tercera y la cuarta cita para despejarse y volver a cargar pila. Se disponía a cerrar sus ojos y practicar su ejercicio de respiración cuando escuchó un ruido, como el crujir de una puerta “no es nada”, se dijo sacudiendo la cabeza, pero otro ruido le hizo acelerar el corazón. Justo al lado había un espacio que ella ocupaba como archivo, sólo había dos muebles, un escritorio y un par de sillas viejas de madera. “¿Será un ratón?, se preguntó tratando de encontrar una razón lógica. “Debería ir a ver”, pensó sin moverse del sillón. Los minutos pasaron largos y lentos, dos, tres crujidos más, ella clavada en el mueble sin animarse a salir. Al final los ruidos cesaron y su paciente tocó la puerta.

—Pasa Santiago, buenas tardes.

—Buenas tardes doctora —respondió el joven algo sonrojado.

—Te agarró el viento ¿eh? —dijo al ver su cabello chino alborotado.

La sesión continuó sin ningún ruido extraño al igual que la última. Antes de irse tomó valor y entró en el archivo. Nada. Mañana pondría unas trampas, seguro era un ratón.

¡Guácala! Las ratoneras permanecieron intactas durante toda la semana, pero tampoco hubo ningún ruido, así que Julia dejó de pensar en el asunto.

Al siguiente martes, exactamente a la misma hora, volvieron los crujidos justo en medio de su ejercicio de respiración. “Cae maldito roedor”, susurró con media sonrisa y volvió a cerrar los ojos haciendo caso omiso de los sonidos graves que venían del archivo. Al final de la jornada decidió que le pediría al conserje del edificio le acompañara para que levantara el cadáver, ella realmente les tenía asco a esos animales. Cerró y se dirigió a su casa, la tarde había estado pesada.

Para su sorpresa no había ningún ratón muerto y todas las carnadas estaban en su lugar, se disculpó con don Matías, cerró y entró a su consultorio. “Carajo”, exclamó al estar sola, si no era un ratón ¿qué rayos era? ¿Un espíritu? “En la madre”, susurró con la piel chinita y el semblante blanco. Había escuchado de colegas cuyos pacientes decían estar poseídos y llevar un algo dentro que no podían explicar. Sus ojos se abrieron cual rehiletes al recordar que, justo un par de semanas antes, había recibido a una mujer convencida de que el altísimo le hablaba durante la hora santa de la iglesia de San Benito. “¡Me lleva la fregada! Seguro dejó aquí a su algo dentro y ahora yo tengo un inquilino en el archivo, mañana mismo traeré agua bendita y un cirio pascual, de que se va ¡se va!”.

Y así lo hizo. El miércoles llevó un frasco grande de agua recién bendita, menos mal que había encontrado al padre Rafael así hasta al cirio le había tocado otra bendición. Prolijamente roció el agua sobre los muebles, las sillas, el escritorio, la ventana y el suelo. Colocó un platito de porcelana con agua y ahí el cirio, lo encendió haciendo la señal de la cruz y rezó un credo, del antiguo para que todo fuera mejor. Aliviada volvió a su consultorio para iniciar sus sesiones.

Fueron pasando los días sin novedad. Julia pensó que todo estaba resuelto, justo el lunes revisó y el cirio pascual se había terminado, casi podía sentir la paz de aquel espacio libre de todo mal ahora. Recogió el platito, rezó otro credo y regresó a su consultorio para preparar sus consultas.

El martes llegó rayando las cuatro y media. Sofía, su paciente, ya estaba ahí.

—Una disculpa —dijo abriendo rápido las chapas de seguridad de la puerta principal— hubo un accidente y el tránsito se puso espantoso, pasa, pasa.

Después de su tercera cita, respiró profundo, no le gustaba llegar así, sin tener tiempo de revisar los expedientes y planear sus sesiones. Al preparar las siguientes en la agenda la sobresaltó el claro sonido de un mueble al ser arrastrado por el piso, tanto que soltó los expedientes y las hojas se dispersaron por el suelo. “¡Mierda!”, exclamó espontáneamente mientras sentía un escalofrío recorrer su espina dorsal. “No puede ser, no puede ser, no puede ser”, repetía al tiempo que recogía una a una las hojas del piso. Estaba a punto de cancelar las citas cuando tocaron a la puerta, era tarde, Santiago había llegado. Como pudo se recompuso y respiró profundo, abrió la puerta aún un poco temblorosa.

—Hola Santiago, pasa, en dos minutos estoy contigo —dijo entrando al baño y cerrando la puerta. Abrió el grifo y roció agua en su rostro, pasó las manos húmedas en el cuello y tomó aire varias veces. Se miró al espejo y se recordó que en ese momento le tocaba ser la psicoterapeuta, ya averiguaría que estaba sucediendo en ese maldito archivo. Secó sus manos y salió sonriendo— listo, ahora sí, platícame cómo estás.

Tras su último paciente, salió disparada del lugar, cerró de forma automática y subió a su auto sin mirar atrás. Tenía que hablar con el padre Rafael, ya había revisado y no se trataba de ningún animal así que la única explicación que quedaba era que algún espíritu, chocarrero seguramente, estuviera ahí para hacerla desatinar.

Logró encontrar al padre en la sacristía hasta el jueves, le explicó lo que ocurría y le rogó que la acompañara para bendecir, incluso exorcizar si era necesario, el lugar. El padre un poco incrédulo accedió. Julia canceló todas las citas de esa tarde y pasó por él a las cinco en punto. Entraron al archivo y todo estaba, como siempre, en su lugar. Encendieron una veladora y el sacerdote rezó algo en latín, encendió su incensario y lanzó agua bendita. Listo, no más espíritus, ni ruidos extraños, podría trabajar en paz.

Con todo, Julia no se sentía del todo convencida. Continuó buscando en internet y dio con varios rituales para expulsar espíritus de viviendas diversas. Fue al mercado el sábado temprano y compró palo santo (hierba para espantarlos), sal de grano, una herradura y tres veladoras. Entró en el archivero y se dispuso a poner todo en marcha.

En la esquina derecha, lugar que el feng shui considera el punto de mayor energía de cualquier habitación, colocó un vaso con agua y sal de mar. Encendió en el piso las tres pequeñas veladoras blancas en forma de triángulo, rezando, claro está, tres padres nuestros y tres aves marías. Por último, en un pequeño bracero encendió un poco de carbón y puso el palo santo “¡Dios esto huele fatal!”, rezó un poco más mientras se consumía la dichosa hierba espanta fantasmas. Miró todo satisfecha y cerró, no sin antes colgar sobre la manija la herradura que había comprado. Seguro que ahora si podría trabajar en paz.

Llegó el martes y Julia intentaba no estar nerviosa, se concentró en sus pacientes y justo a las siete y veinte despidió al tercero y se recargó contra la puerta. Era la prueba de fuego. Su corazón latía con fuerza. Un minuto, tres, nada. Por fin, lo había logrado. De pronto, escuchó el sonido de algo metálico cayendo al suelo “¡la herradura!”, dijo llevándose las manos a la boca. De nuevo los crujidos, los muebles moviéndose. Julia, con el rostro haciendo juego a sus paredes blancas, miró al cielo y pensó: “no puedo más, debo saber hoy mismo qué sucede ahí dentro”.

Sigilosamente, abrió la puerta de su consultorio, con la respiración agitada y las piernas en temblor de siete grados se acercó a la puerta del archivo. Podía escuchar mejor los ruidos que de ahí provenían, tomó la manija y abrió muy muy lento. Con tan sólo un tercio de abertura pudo darse cuenta de la escena que se llevaba a cabo dentro, sus ojos no daban crédito ¡era una pareja teniendo sexo sobre su viejo escritorio! Estaban tan ensimismados que no notaron su mirada sobre ellos. Julia observó aquellos cuerpos en tango feroz y, de pronto, reconoció el vestido lanzado sobre la silla, los tenis del varón que arremetía sin cesar ¡carajo!

¡Eran Camila y Santiago! Sus pacientes de los martes, seis treinta y siete cuarenta y cinco. Pero ¿cómo? Se sentía sucia de mirarlos, pero no podía detenerse. Se obligó a cerrar con cuidado la puerta y medio mareada se sentó en una de las sillas de la recepción.

Como un rompecabezas todo empezó a cobrar sentido. Estaba por darlos de alta a los dos ¡habían avanzado tanto! Santiago, tan introvertido y callado, soltero a sus veintinueve por fin estaba dispuesto a buscar una pareja, después de once meses de terapia, hablaba más, se veía confiado, contento. Camila había logrado dejar atrás el duelo por la muerte de su marido, a sus cuarenta había vuelto a litigar y tras trece meses de proceso se había soltado el cabello, hasta se había hecho luces y había cambiado el traje sastre por vestidos de colores vivos.

Lo que Julia no entendía era cómo se habían topado, cómo había sucedido esto. Ella olvidaba todo, salvo lo relativo a sus pacientes. Haciendo memoria recordó que Santiago siempre había conservado la misma cita: martes, siete cuarenta y cinco. Salvo unas semanas en que tuvo que cuidar de su madre. Camila, en cambio, había transitado por casi todos los horarios y días, seguro en algún punto se toparon al entrar y salir. Finalmente, hace unas seis semanas le había pedido cambiar su horario y el único disponible fue los martes a las seis treinta.

Los amantes salieron con una sonrisa en el rostro. Julia los esperaba en la silla de recepción.

—Necesitan contármelo todo —dijo entrando al consultorio a las siete cuarenta y dos. Camila y Santiago la siguieron sonrojados, pero tomados de la mano.

Acerca de la autora

Erika Zapata (Ciudad de México, 1974). Abogada y psicóloga. Labora en la UASLP desde hace más de veinte años. Actualmente funge como Directora de Comité Acreditador del CNEIP. Escribe desde que era adolescente. Participó en la Antología de Cuentos por Escritores Mexicanos La Sombra del Porvenir. Escribe en sus dos blogs  y .

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