Alzheimer

Elena:

He querido atrapar la sombra del hombre que le habla al viento;
subir el peñasco con las lenguas de mis hijos para atravesar sola el mundo.
Observar en silencio las llagas de sus trayectos,
sus quejas constantes
su falta de lucha
su espíritu quebrado.

Atragantarme con las palabras de héroes anestesiados con libros
y subrayar el apellido de mi padre que, por cierto, no me pertenece.

Acariciar el perro chow-chow de una casa blanca
en la parte baja de la ciudad, ahí
donde confirmo mi presencia solitaria en el mundo.
Solo eso soy: una niña;
como tantas otras hijas también de una idea
que se evapora o se diluye.

Reboto la vida junto al hombre que amo
(con risas floreadas de juventud)
para sanar las vergüenzas de nuestra pobreza
y poder atravesar los depósitos de memoria
que se esconden en la llanura de la historia
de mi madre.

Someto a los pliegues de mi falda
y hago con ellos un vestido para mi nieta,
para correr en carnavales;
para cagarme en las fiestas y así
desplantar el origen del abandono de mi infancia.

Procuro sostener, pistola en mano,
mi memoria
para atemorizar al átomo.
A la célula.
Al epitelio central.
Al cerebelo amarillo.
A la gama de grises de mi cerebro.

Yo subí el cerro y vi con ojos de libélula
el mundo eclosionado de sirenas,
de pócimas con sabor a mierda;
con mi dedo índice acusé los sitios sagrados

para que no queden estambres.

Para que no quede yo.
Para que no vuelva.

Yo detonaré la llama de la noche.
No me busquen.








II

Yo:

Mi abuelo le ha permitido al amor entrar y le ha llamado cariño, dulzura, amor (incluso) pero en algún momento mi abuela decidió no retornar.

La veo en la tierra que habita el hombre de la montaña donde masculla oraciones y hechizos. Nos ha señalado el camino de regreso y hemos vuelto, cabizbajos, dejándola a orillas del lago. Ahí ha construido su morada con una mujer de pollera que vela su sueño. La hemos dejado en el lugar donde existe abierta de brazos.

Otros continúan viéndola como la llaga enferma de su cabeza. No han limpiado sus heces ni humedecido sus labios. No han visto la sonda crecer como un bambú entre coágulos y gases y vísceras.

La mañana de su despedida ha llegado un pájaro de mal agüero. Su cabeza de toro rueda por la casa. Su cabeza enferma se ha vuelto un monte desierto. Una pampa. Una llanura sin río.

Ella se parece pero no es. La enfermedad es como el cuarto abandonado al lado del patio sin árboles ni ropa que secar al sol. A un sol que no llega. Que nunca más volvió. El llanto de sus tres hijos. En días de silencio todavía le llamo al amor y no responde.

Un vuelo sin retorno:
la progresión de la tierra en los pasos de ella.

Mi abuela sana, a orillas del Titicaca.




Visión de tristeza



Por las tardes me siento en las afueras del miedo
y espero el tren doscientos ochenta y cinco;
en ocasiones el fango no me deja
levantar los pies, subir en la espesura del tiempo
y resguardarme
(cobija en mano)
en el vagón primero.

Las ventanas de mi rostro
esperan su limpieza con los dedos.
Hay un charco de lluvia a las cuatro,
un pez multicolor se desliza
río abajo;
abro la boca,
el pez se adentra salado en mi lengua
¡pecesito solitario!

Las paredes del miedo miden
llantos de alto, odios de ancho;
el hombre se cae
desde el piso doce de la calle Dorant,
tiene el pecho atravesado de cuchillos
[así marca el pasado su existencia]

Un suicido colectivo de morsas
desde la bruma celeste de mi memoria,
creo que poco más puedo decir
mientras trago peces como serpientes
como dagas punzantes
como cuchillos
alfileres plateados.

Un día también pude ver un tigre a los ojos,
el aleteo de los cisnes,
un suave pronunciamiento
el nombre de las hojas.


Hay formas de no escalar paredes
[si no quieres
de preferir la tarde
[sin lluvia
de no mojarte en los charcos
de aceptar la vida.


Que alguien me diga cómo alcanzar a los dioses


Oh Dios de la mañana
de la tarde y de la noche
persigo tu olor a selva alta…
Mikeas Sánchez


Hay dioses que respiran madrugadas
ávidos de alzar en sus hombros
mercancías humanas;
elevar a los seglares
hijos del trueno
y curarlos del espanto.

Hay dioses sempiternos
que alcanzan menguantes por las noches
las jacarandas de lluvia
en sus mantos.

Dioses como hojarascas
que hablan como nosotros,
que cosen lunares y mejillas,
estrellas condescendientes
se esconden en mandiles y huapangos.

Dioses danzantes saltimanquis,
reptiles y cucarachas,
acaso también piedras lunares
ataviados de luciérnagas y esquites
comalitos diminutos
hongos de niño santo.
Hay hombres como yo
que persiguen la escalinata
divina
para alcanzar a esos dioses
que a veces,
solo a veces,
se hacen muy lejanos.



Maldiciones a primera hora de la mañana



Desde una rabia trémula y remota
sería bueno hacer trastabillar a la esperanza
en el claro de la aurora,
justo cuando toda tu historia pasa por tu versión
no te levantes,
maldícete
convoca las desventuras de tu pueblo
y utiliza su dolor como plegaria.

En el transparente sol de la mañana que atraviesa
la ventana sin cortinas de la habitación primera
no disimules tu egoísmo,
di que esto de vivir no es lo tuyo.

A fuerza ciega de nostalgia y arrepentimiento
quema veladoras por entre tus ropas,
lava encajes de porcelanas y vientres,
sacude sudores de pasados menguantes
y contémplate hostil y fatigada.

Agota a los individuos de tu espacio,
oríllales a la muerte tuya
que, aunque incrédulos, levanten
tu sepulcro;
carcajéate en el fondo de ellos,
maldícete de una vez y
cúlpale al miedo.
Maldícete con las cabezas rodantes
de tus enemigos
con el soplido de los cantos de cumpleaños,
con el pastel y la crema podridas,
con los muertos sin perdones
porque, claro está,
tú no perdonas.

Culpa entonces a la vejez de lo cotidiano
a las pláticas profanas con las doscientas cincuenta
madres redentoras
escúpeles su idiotez, su banal prosa
sus andrajos de invierno,
su estúpida ayuda a los animales,
su elocuente falta de sensatez.

No, la culpa no es tuya
por eso puedes seguir maldiciendo.

Acaba con el aliento
que el cuerpo y la sangre dejen de lado
su divinidad
para que aterricen junto a ti
en la espesura de la mierda
de tu mierda,
tu inconformidad.

Ahuyenta cenzontles y manatíes
tira por el baño la mágica llave
de tu descendencia
no perdones ofensas
insúltate después de los libros,
de las lecturas que podrás hacer a los sesenta,
de tu predecible soledad.

Graba panfletos radicales
en tu modernidad
lleva el verbo tan extendido
de andarse buscando.
Radicaliza por favor
tu maldición
con espumas por tu boca
con estertores en tu vientre
con la llama hirviente del agua de la mañana.

¡Ah el todopoderoso!
rellena en caracolas pequeñas desesperanzas
planta un árbol galácteo en la montaña
no lo alcances nunca
y culpa por eso a tus padres.
Si acaso te queda venganza
lanza cuchillos en las cabezas
de las amoebas de acrílico.

No te levantes hoy.
Que sea de ti la palabra
y de ellos la desventura.
Es mejor que te acuestes
y que estampen en pasteles
tu espeluznante presencia.


Inmóviles ante tu rabia
recobran su alianza divina y
sacuden al demonio que te habita.

Que sea de ti la palabra
que los dioses no se escondan
que hagan lo que tú dices
que te escuchen por esta vez
que Seth sea tu aliado
que la vida no entienda de sonrisas.
Que este canto te lleve por fin,
entre maldiciones nauseabundas,
a la muerte que tanto temes.

Acerca de la autora

Viviana Gonzáles (La Paz, Bolivia, 1985). Poeta y dramaturga. Licenciada en Periodismo por la Universidad Carlos III de Madrid; máster en Arte por la Universidad Complutense de Madrid y especialista en Seguridad Internacional por la UNED y el Instituto Gutiérrez Mellado. Premio Nacional de Literatura en Poesía (Santa Cruz, Bolivia, 2019) por su poemario “Hay un árbol de piedra en mi memoria”.

Es promotora de lectura para jóvenes. Su obra “Yawarmanta” ha sido seleccionada en el Festival Urgen Musas organizado por la Sogem para una lectura dramatizada junto a otras dramaturgas jóvenes.

Ha cursado talleres literarios en la UNAM, el Centro Xavier Villaurrutia, casa Lamm; un diplomado en Creación Literaria en Literaria Centro de Escritores y otro en Literatura en Lenguas Indígenas de México en el INBAL.

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