“El rompecabezas humano”

Pensé que era como una pequeña criatura tragada

por un monstruo, y el monstruo siente

mis pequeños movimientos dentro

SHIRLEY JACKSON

—Si no es conmigo, será con nadie —dijo Luis.

—Vale —contestó Ingrid—. Entonces, será con nadie.

—Ah, ¿sí?

—Desde luego.

A Ingrid le gustaban los hombres así: mayores, robustos y con una ligera barba sino negra, al menos sí moteada de pelos blancos. Luis era todo lo contrario; las prefería chiquitas, menudas, de cabello largo o corto y de pechos hiperbólicos, que saltaran de sus blusas esos pezones puntiagudos que tanto lo deleitaban por las noches mientras se jalaba el animal bajo las sábanas; y que tuvieran, si no era mucho pedir, el culo bien parado. Bonito, decía él, lo que no solo significaba que debía estar levantado, sino también abultado y que resaltase más que el promedio. Ingrid era otra cosa. Ya no era una niña, alegaba ella, o al menos eso le gustaba pensar, y reprobaba que la llamaran «mujercita».

—¿Qué aspecto tenía la chica? —dijo el oficial.

Sintió que el coraje y la desesperación salían disparados de ella. No. No era eso, la madeja de sentimientos que aguardaba como un puñado de clavos dentro de su pecho huía a las definiciones. Pudo ver sus zapatos, el rostro enrojecido, cómo pasaban la soga sobre una rama y luego tiraban de ella. El cuerpo frío, amoratado, los ojos saltones, el pubis demolido, la vagina chorrreando sangre, sangre fresca y rutilante, un hilo viscoso escurriendo por su boca, el vientre desplegado hacia los extremos cual vaca desbaratada, y un montón de vísceras cayendo al mismo tiempo.

Pero solo era un vago espejismo residual.

—No lo sé —contestó la madre de Ingrid—. No puedo recordarlo.

—Mujer —dijo él—, si usted no coopera, no podremos encontrarla.

Entonces el hombre sacó la cajetilla de cigarros y puso uno sobre su mano. En su desesperación, la mujer lo tomó sin pensárselo mucho. ¿Tiene fuego?, le preguntó ella, y el hombre asintió con un movimiento de la cabeza, luego se lo encendió. Mientras la mujer buscaba las palabras, él le dijo:

—Bueno, ¿pues es que acaso no va a soltar lo que sabe?

—Es que no puedo porque no sé nada —dijo ella, con la voz cortada—. No sé nada.

—Psst —interrumpió otro hombre—. Venga acá, oficial.

Y el oficial fue hacia el hombre. En la espesura de la noche, los mezquites mecían sus ramas hacia los costados. Seguro hubo aves, animales rastreros, personas que vagaban, solitarias, sin dirección alguna. Pero de momento ella no tenía cabeza para ello. Ya eran siete días de espera. Siete días de no saber en dónde putas estaba Ingrid. Siete días de incertidumbre, de lágrimas que no cesaban, de mojar la almohada durante la noche, de azotar las puertas del frigorífico y caer al suelo gobernada por la rabia. Siete. Siete. Siete. Parecía un número maldito. ¿Qué podía hacer? Lo había hecho todo: postear fotografías en la calle principal, levantar anuncios cerca de la manzana, pagarles a las radios para que transmitieran el motivo de su desdicha, difundir en los noticieros su rostro, la trágica noticia de su desaparición, todo. Todo.

El eco de sus gritos en los callejones resonaba más que el avanzar de los caballos. Cuando su madre era joven y caminaba a solas al instituto, a menudo pensaba que la seguridad era una pendejada. Nunca pasaba gran cosa. Bueno, mujer, le dijo su marido, no es que no pase, es que no te das cuenta. Y el hombre tenía razón. En el monte, recordaba él, siempre había cuerpos desollados, hombres y mujeres colgados, resultados de venganzas, niños con el vientre abierto, inmovibles, cocidos, con el vientre atestado de piedras, con palos ensartados en medio de las nalgas, degollados o hechos un pedacero. Los había peores: bañados en ácido, quemados, cuerpos huecos a los que les habían vaciado los órganos. Era una tarea difícil, decía él, andar por el pueblo sabiendo que todos los días sucedía algo mucho peor. En la carretera la cabeza, en un baldío la piernita, en las granjas abandonadas los brazos. ¡Era una carnicería!

Una noche, cuando la Ingrid dormía en la cuna, su padre escuchó un alboroto en la calle. Una mujer profusamente joven y un viejo desaliñado eran los protagonistas de tal pugna, el hombre tiraba del cabello y la arrastraba por la calle cual costal de basura. Mientras se echaba andar y acarreaba el cuerpo con dificultad, la mujer no hacía sino gritar. Entonces, él le propinaba dos o tres patadas en el rostro. Y a la otra, cabrona, te juro que te rompo el hocico, decía él. La mujer permanecía callada, pero clamaba por el roce de las piedras y los vidrios rotos que se embutían en su cuerpo y cercenaban su espalda; sentía el escozor en su piel, el polvo y la hojarasca entrando en sus heridas, como si se abriera paso con un estilete. Su rostro no era sino una mezcla de lamentaciones. No se supo nada durante la noche, sino hasta la mañana siguiente. La Julia Sánchez, la más jovencita del grupo de la madre de Ingrid, esa era. El hombre la dejó en el suelo luego de ensartarle el animal adentro y de molerla a golpes, o al menos eso decían. Más tarde, cuando se hubo arrepentido de abandonarla a su libertad, entró por la ventana de su casa y la degolló. Algo habían oído en el pueblo. Un ruido espantoso, un eco sórdido y atormentador. La mujer vivía sola, de modo que tardaron encontrarla. Ya en domingo, los padres asistieron a la casa de la Julia y hallaron el cuerpo en su recámara bajo las sábanas. Un enjambre de moscas revoloteaba en la habitación y hacían juego con la luz del sol. Refulgían inclementes como luciérnagas. Puta madre, dijo su padre antes de cubrirse la nariz. Y en gran parte tenía razón en sentir náuseas. El olor le recordaba a los paseos en carretera, los perros muertos y el olor insoportable a vísceras sumidas en el calor. Para entonces, la Julia ya estaba subyugada por otros parásitos: los gusanos se abrían paso entre la carne, escarbaban por su vientre y emanaban de la boca como la espuma de una cerveza. ¿La cabeza?, se preguntaron muchas veces, pero nunca la encontraron. ¿Y el hombre?, libre. ¡Tremenda jalada!

Han pasado ya dos semanas. Dos semanas sin saber de ella, sin escuchar su risa, sin su arrebatado carácter que tanto criticaban. Ahora la extrañan, sí que lo hacen. Pero ¿en dónde está? Pa’ pura madre sirven sus lamentaciones.

Su madre ha salido desde muy temprano. Ya es hora de que el oficial esté afuera, junto a la portezuela y con el cigarrillo en la mano. Pero no está. Está tardando, aunque no importa, porque ella tampoco ha llegado. Ojalá fuera más rápida y menos torpe, así llegaría a tiempo. Pero es un capricho que Dios no está dispuesto a cumplir.

Una vez que llega, lo saluda. Su mano está fría y reseca, siente como si tocase la piel rasposa y agrietada del tronco de un árbol. El calor del verano arde. El suelo es una cama de brasas que lo derrite todo. La suela se desgasta, las plantas se secan, los perros prefieren evitar el asfalto. La jodida laguna donde tragan las vacas se está yendo al carajo.

—Llega tarde —dice el oficial.

—Un poco —responde ella.

—¿Puedo entrar? —dice él señalando la puerta—. El sol está que quema.

—Claro, claro. ¿Un vasito de agua? —convida ella.

—Con hielos, si no es mucho pedir.

—No, claro que no.

Y una vez que entran, ella pega el grito en el cielo. Desesperada, sube a las habitaciones. Escudriña en el clóset, bajo la mesa y las camas, detrás del televisor y al otro lado de la puertilla de la regadera. Pero no, las niñas no están. Una luz intensa entra por la ventana y el aire caluroso sacude las cortinas.

—¡Las ventanas! —dice el oficial y ella se lamenta.

¿Adónde han ido? ¿con quién? ¿en qué momento? Las preguntas son dardos que se clavan en su pecho. No, se dice ella, no, no puede ser. Pero sí, ha sucedido, en su ausencia.

—Tranquilícese, señora —el hombre pasa el brazo por los hombros de ella e intenta abrazarla—. Seguro salieron. ¿Ya le preguntó a su esposo?

Seguro salieron, piensa ella, y no entiende si es tonto o no repara en la gravedad de lo que ocurre. Sabe que las niñas jamás saldrían por la ventana. Alguien tuvo que sacarlas, pero no sabe quién. Llama a su esposo. No, él no fue. Lo sabe ahora que escucha sus palabras, su rotunda y airada negativa.  Presiente el desmadre que se armará en breve. Apenas llegue, saldrá con la escopeta en la mano, caminará por la principal y les dirá a todos los cabrones de la cuadra que se echen a andar con él, que saquen los perros y los rifles si son necesarios. Aquí la policía no sirve ni para chingar su madre, les dice a los hombres, son unos hijos de la verga, pinches cabrones, culeros, mal paridos. Ya verán, ya verán. Y el oficial lo ve y sonríe avieso. Piensa que lo puede resolver todo, pero no siempre es así. ¿Qué me ves, pendejo?, le dice uno de ellos al oficial, y él retrocede. Si el hombre así lo desea, podría reventarle la cabeza de un disparo. Son obstinados y violentos, no miden las consecuencias de sus actos, no saben poner los pies sobre el suelo.

—¿Vio usted a dos niñas de esta estatura —le dice el oficial a una mujer que está por cruzar la calle y baja la mano arriba de su cintura— dos güeritas de ojos verdes?

La mujer niega con la cabeza. No lo sabe, pero la actitud del oficial la molesta. Está alarmado y habla con premura, como si el tiempo no le alcanzara para articular sus palabras. Le pregunta lo mismo, pero ahora a un anciano que fuma un cigarrillo. El olor es insoportable, piensa él, fuma de los más corrientes, de los de tres pinches pesos. El anciano responde que no, pero que algo escuchó en el mercado. Dos niñas de esa estura caminaban de la mano de un hombre bajito y lentes negros. Se veían felices, dice él, o al menos eso contaron; luego se subieron a una camioneta de vidrios blindados. El resto tendrá que interpretarlo él. Tiene que decirme más, le dice el oficial, y el hombre se desequilibra. Cae al suelo. Deje de chingarme, dice él, y búsquelo usted, que ya le dije todo lo que sabía. No sé más, así que váyase y déjeme en paz de una buena vez. Policías, escucha el oficial, solo sirven para joder a los demás. Bonita la hora en que dejaron entrar a puro pendejo, escucha de nuevo al anciano, pero ahora menos audible. Su voz se disipa en la distancia.

—Dígame, don Julián, por favor, que miró a mis criaturas —dice la abuela—. Dígamelo, que si no me muero.

Pero el hombre no las ha visto. Entiende su desesperación y se siente también acongojado. ¡Una desgracia tremenda! ¿Qué fin tendrán las niñas?, se lo piensa y muerde sus labios. Quizá las maten y las tiren a algún terreno desértico. No, no piensa eso. Lo que él piensa es mucho peor: seguro se divertirán con ellas, las tomarán como títeres y las moverán a su antojo, les golpearán el cráneo hasta molerlo, trozarán sus piernas y luego les meterán el animal allí abajo hasta que se vacíe por completo. Oh, no, pero si solo son unas niñitas. Lo que él no sabe es que la violencia no respeta género ni edades. Es un juego parejo donde la mayoría pierde. ¿Cuánto no darían en el pueblo por encontrar a las niñas? Ella, en cambio, no puede pensar en otra cosa. No ahora. También piensa lo peor. Sabe que el condenado Luis hijo-de-puta anda detrás de esto, pero no sabe en dónde ni cómo encontrarlo. Nunca lo conoció, no sabe a qué chingados se dedica ni qué diablos hace con su vida. Maldita la hora en que salió a comprar las verduras. No era la primera vez que las dejaba solas, encerradas, con la televisión encendida y la comida servida. Se confío y la está pagando muy caro. Maldito perro, hijo de la chingada, cabróóóóón, grita ella, y el eco resuena en la distancia. Mujeres y hombres, niños y niñas, todos se congregan en el centro. Es un pueblo y en los pueblos los chismes corren. No tardarán en enterarse. Si al guajolote le quitan una pluma, al día siguiente lo saben todos. Eso es lo que importa, piensa ella, lo que vale la pena: hacer ruido, ser escuchada, alentar a los demás a buscar a sus nietecitas. Le vale un pito si la acusan de loca, si le hace falta un puto tornillo es su pedo y no el de ellos.

Han pasado horas. El crepúsculo cae, desciende aletargado detrás de los pinos, los perros escarban en los patios. Una rata sale de las nopaleras empujada por una serpiente que ha entrado para tragarse a sus crías. Esta vez no saldrá con hambre. Un chillido, luego otro, y otro, y otro. Son ruidos agudos, lamentos súbitos. Una vida abolida en un instante. La serpiente las devora: abre su boca y las succiona. La rata puede ver cómo avanzan sus minúsculos cuerpos dentro de ese largo y oscuro pasillo lleno de humedad. Dentro de su piel escamosa los cuerpos se apretujan uno detrás de otro.

La madre de Ingrid descansa sobre una roca. Al frente, su esposo suelta una bocanada. Todo estará bien, cariño, le dice él. «Cariño», ya no sabe qué significa esa palabra para ellos. Se lo dice todos los días, durante la mañana y por las noches, en la mesa y bajo las sábanas. Pero nada de eso importa, porque ella siente que todo se ha ido al carajo.  Aunque no se lo diga, a menudo piensa que él tuvo la culpa de que Ingrid se escapara de la casa y se fuera con el jodido Luis. Cree que es un cobarde y probablemente tenga razón.  Él se ha tocado el pecho y al hacerlo acarició el vacío, piensa que nada vale la pena.

—¿Y si no vuelve? —dice él.

Ella quiere decir algo, actuar de otro modo, no ser la misma estúpida de siempre, a la que le faltan las palabras, la que lo resuelve todo dando un portazo. Haga lo que haga, es tan absurdo como hablar con una vaca. Serviría de poco hacer ese tipo de conjeturas, amarrar al destino y moldearlo al gusto. Él no lo entiende, y quizá nunca lo haga.

—Vete al carajo —dice ella.

Un oficial los alcanza. No es el mismo de siempre, este es más joven y refinado, huele bien y evita el cigarrillo. Un brillo de condescendencia en sus ojos salta en la penumbra. Cualquier versión de la verdad es valiosa, piensa ella, aunque preferiría ver los hechos por sí misma. Él comienza, entre ademanes y gesticulaciones, y le explica lo que han hallado. Es enorme el dolor y tan lejana la calma que el cielo parece venirse abajo, abrirse para tragarlo todo. La bóveda celeste está ennegrecida y los grillos yacen apagados. Las luciérnagas no refulgen ya en la distancia. La rata vuelve al criadero: hay tierra y basura desperdigada. Todo está fuera del lugar. Escarba y le da vueltas al nido, pero ninguna de sus crías aparece.

Al norte del pueblo encontraron la cabeza, durante la tarde, rebosante de gusanos y hormigas, dice el oficial. No tenía ojos y los labios exhibían una monstruosa amputación. Una liebre tiraba de la lengua y jalaba de ella contra todo pronóstico. Los cuervos y buitres ya hacían de las suyas; jugaban con ella y se abalanzaban jalando el pelo de un lado a otro. Es probable que la cabeza haya rodado durante un largo rato, teoriza el oficial. Ahora no sabe qué pensar. Pendeja, pendeja, pendeja, se dice ella, pero no resuelve nada. Está rota y su vida se escapa por los agujeros. Su esposo quisiera llenarla, pero es imposible. No hay mucho que pueda hacer.

—¿Y el resto? —pregunta ella.

El oficial prefiere no hablar. Desearía ahorrarle la pena y los lamentos. Pero no lo hace, en cambio dice:

—En medio de las milpas hallaron las piernas —hace una pausa y se remueve el sudor de la frente, entonces agrega—: y también un brazo.

Ella suelta el llanto. Él le explica cómo encontraron los restos y de qué manera los relacionaron. Pulseras, pedazos de tela, los zapatos. ¿Qué más? Hay un eco implacable que azota al pueblo. La gente acuciosa sale y se allega a ella. A la chingada, dice la mujer, bórrenle a la verga. Y la gente retrocede. El oficial le explica que han intentado buscar en otras partes. Es difícil, dice él, encontrar los restos si los han dejado en distintas partes. Ella piensa en las niñas, en su paradero. Le atemorizan sus conjeturas, piensa que acabarán igual o peor, que las colgarán de algún árbol o, en el escenario más trágico, que las enterrarán en un lugar yermo y apartado. Ese Luis es un hijo de la chingada, dice su esposo, un hijo de puta que no sabe lo que le espera. Está enfurecido y el semblante le ha cambiado de golpe.

Es demasiado noche para seguir buscando. Deberían regresar a casa, aconseja el oficial, habrá que esperar. Y ella piensa que de nada vale hacerlo, porque está lejos de recuperar a su hija. La luna brilla sobre ella y un silencio demoledor la acompaña de regreso. Quisiera hablar con su esposo, pero nunca le ha gustado ser irritante. Duermen en camas separadas. Las ratas están chillando, seguro hay algunas dentro del colchón. Una cucaracha avanza en la oscuridad. No ha encontrado que comer durante días y no está dispuesta a esperar más, de modo que se tragará a sus crías. Hay huevecillos en todas las paredes, si nadie los remueve, emanarán más de ellas. Es una suerte que ella no tiene. Le gustaría que su hija saliera de un huevo. En sus sueños, aparece su hija corriendo por una milpa, una línea de girasoles se levanta mientras avanza. El sol está por declinar y el crepúsculo ya se escurre por los mezquites. Su hija está demasiado lejos de ella. No puede alcanzarla ahora y quizá nunca lo haga. Al final, un hoyo negro se abre y empieza a tragarlo todo. Lo succiona. Es una aspiradora.  Sus nietas se arrastran contra la fuerza del agujero, pero fracasan. Y cuando todo desaparece en esa puta bolsa oscura, ella sabe que no ha sido más que una espectadora de su propia desgracia.

Despierta.

—¿De qué se trata esto? —comenta otro oficial entre su grupo reducido.

—Una reverenda jalada —responde uno de ellos—. Un puto rompecabezas.

El hombre no entiende, desconoce el tema. Le explican cómo hallaron los restos. Él ve la cabeza en una caja. Está asegurada y apesta. A través de esos dos agujeros que se abren sobre su nariz ve el vacío. Por una mierda, dice él, y se cubre la nariz. Empuja la puerta y entra al baño, mientras se ve en el espejo advierte que un líquido amarillento se escurre por su boca. Está caliente y el sabor es inaguantable. Tiene los ojos enrojecidos por la arrebatada pestilencia. Ha hecho un gran esfuerzo por echarle un ojo, aunque casi lo sabe perdido. Siguen llegando los oficiales.  Explican que han hallado las piezas faltantes. ¿Cómo lo saben? Retroceden mientras muestran cada parte. Cabezas, extremidades superiores e inferiores, un bolso y su cartera, pero no hay informes del vientre. Armarlo es un acto repudiable.

—Es todo lo que pudimos encontrar —dice uno de ellos.

—¿En dónde? —comenta el oficial.

—En una granja —responde otro.

No sabe cómo actuar ni qué comentar. Cede al silencio y entra a su oficina. Nunca ha estado preparado para esto. Sobre su mesa ve una carpeta amarilla. Los datos de las niñas aparecen subrayados. Sabe que no hay noticias ni ningún indicio de su paradero. No sabe qué es peor, si lo que está por venir o lo que está sucediendo ahora. Todo es puro vértigo. Un constante sismo bajo sus pies, una tormenta huracanada que le remueve las entrañas. Lo más importante: no sabe cómo decirle a la madre de esta mujer que el rompecabezas está incompleto y que quizá nunca hallen la pieza faltante. No hay peor dolor para una madre, piensa él, que ver morir a su hija. Pero en este caso ella no la ha visto, ella sabe que está muerta porque sus restos lo confirman.

Una vez que llega a la casa de la señora, advierte que no hay nadie dentro. Un aplastante silencio muele los muros, la tumba a pedazos cual torre. ¿Adónde se han ido?, se pregunta el buen hombre. No hay rastros de la familia, solo un sigilo mortuorio. El sol está en su punto medio y despliega sus rayos dorados sobre su cara. Está enrojeciendo, pronto su piel se llenará de manchas rubescentes. El sudor escurre por su frente y humedece la nariz, los labios están resecos y saben a sal. Su boca es un prado árido que implora agua.

Ahí vienen, ahí está la condenada mujer con su esposo tras de ella, casi se cuela por sus patas, su falda vuela y se cubre de polvo. Las trenzas revolotean, se sacuden hacia los costados; son movimientos sísmicos, volcánicos. En sus ojos cabe el silencio y la desgracia, la desesperación y la ira. Está tan cerca de perderlo todo. Tal vez no lo entienda hora, pero lo hará con el tiempo: la sangre no es más que memoria sin lenguaje.

—La encontramos —dice el hombre, y la mujer se sacude.

Le cuenta que su grupo de trabajo halló lo que restaba del cuerpo en una granja, cerca de las canoas donde tragaban los marranos. Ha sido un trabajo extenuante, dice el hombre, y ella lo mira con los ojos enrojecidos. Está desesperada y atónita. Desde muy temprano salió en busca de sus nietecitas. Pero nada por aquí y nada por allá. Recorrió cerros y milpas, anduvo en las granjas y los baldíos. Su esposo recorrió la carretera. No encontraron nada. No se rinde y quizá nunca lo haga. La sangre arrastra, piensa ella, y siempre lo hace cuesta arriba. Ella debe dejarse llevar.

—¿Y las niñas? —dice su esposo.

El hombre desea encogerse de hombros, pero sería un movimiento estúpido y desagradable. Podrían romperle el hocico, arrancarle los dientes y cortarle la lengua, pero no lo harán. En cambio, él dice:

—Estamos trabajando en ello, señor, le ruego tenga paciencia.

Pero paciencia es lo que menos tiene. No sabe cómo explicarle la gravedad del asunto y tal vez nunca lo entienda, piensa él, porque nunca ha estado en sus zapatos.

—¿Puedo verla? —pregunta la mujer.

—No —dice él, se lo piensa mejor, y luego se corrige—: no por ahora.

—Pero es mi hija, hombre —contesta ella, al borde del llanto.

—Yo lo sé —dice él con un hilo de voz.

—Busque a mis niñas, hijo de la chingada —interrumpe su esposo.

—Lo estamos haciendo, señor.

—¡Pues hagan las cosas bien, bola de pendejos!

—Siempre hemos hecho lo que está en nuestras manos.

No imaginan lo que está por venir.

En la distancia una camioneta oscura pega carrera. Levanta la tierra cual remolino. Las gallinas dejan de revolcarse en la tierra y vuelan atemorizadas. Los perros ladran, se acercan a la camioneta, pero esta los deja atrás, perdidos entre el polvo que los envuelve. Una cama de nubes despliega una larga y prominente sombra. El trío no sabe qué pensar, no saben la magnitud de la desgracia que viene dentro. Maldito sea el día en que el pueblo se fue a la mierda, maldito sea el día en que levantaron a la condenada Ingrid, maldito en el que se llevaron a sus hijas. La camioneta se estaciona y el hombre baja los vidrios. Ahí están las niñas, bendito sea el señor, se dicen ellos, bendito sea. Las niñas bajan con una sonrisa de oreja a oreja. Traen regalos en dos cajas. La señora las abraza y llora sobre ellas, no sabe cómo llamarle a lo que siente. Quizá sea una mezcla de alivio y alegría. El hombre al volante sonríe y se desprende de las gafas negras. Tuerce la cabeza hacia la derecha. Es una señal, piensa el oficial, luego infiere que deben abrir las cajas. ¿Qué les dieron a sus nietecitas?

—Ábrela, pues, niña —dice el oficial y la niña, irresoluta, le pone la caja sobre sus manos.

La abuela ve al hombre en la distancia. No es el chingado Luis, dice ella, no, no es él. No sabe quién es ni quién lo haya mandado. La señora le despoja la caja al oficial, luego tira del listón.

—¡Dios mío! —dice ella, aterrada, y suelta la caja.

Un par de ojos ruedan por la tierra y se cubren de polvo. El abuelo los ve, desconcertado, y por accidente, tira del listón de la otra caja.

—¿Qué diablos hay adentro, hombre? —dice ella con los ojos llenos de lágrimas.

—No lo mires —responde él, pero ella se acerca—. Con una chingada, mujer, te estoy diciendo que no lo mires.

El oficial se acerca y escruta lo que hay dentro de la caja. Enseguida repara en ello, tiene el estómago revuelto. Es el corazón de Ingrid, ennegrecido, seco y duro como una roca.

Prefiere mantenerse callado.

La mujer le quita el arma al oficial. Su esposo corre detrás de la condenada camioneta, pero esta se pierde en la distancia. Su mujer no sabe qué hacer, se encuentra en medio del desconsuelo y la incomprensión, arrastrada por una fuerza violenta que la gobierna y la demuele.

—Deténgase señora, deténgase, por favor —implora el oficial al verla con el revólver.

Ella tiene la pistola sobre la sien y no se lo pensará dos veces. Su esposo le exige que baje el arma o la molerá a golpes, pero ella está lejos de poder escucharlo. Está ensimismada en su propio dolor.

Un cuervo cruza el cielo y despliega sus alas, las plumas caen acompasadas al suelo, movidas apenas por una brisa que a ella le sacude el flequillo.

La mujer tira del gatillo dos veces.

Y la primavera escurre por el suelo.

*Sobre el autor

Álex Reyes 
San Luis Potosí, México, 1997. Estudió Letras Hispánicas en la Universidad Autónoma Metreopolitana. Desde el 2019 colabora con entrevistas y artículos de opinión para el diario mexicano El Universal San Luis Potosí. Ha publicado cuentos y artículos en diversos medios electrónicos e impresos. Compiló Mujeres perversas (Trajín, 2022) y se formó como escritor en los talleres propuestos por Literatura Bazterrica-Caride, dictados por las autoras argentinas Agustina Bazterrica y Agustina Caride. Lo que no podré vivir (Trajín, 2022) es su primera novela. Actualmente, vive en Córdoba, España, y es escritor residente de la Fundación Antonio Gala.

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