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Canta la noche y me arrulla. Soy una niña conciliando el sueño del perro que ladra insistente en el jardín de la casa. Los pasos, que arrastran la suela por el pasillo me sobresaltan. ¿Qué hacen en mi habitación? No dejo de preguntármelo todavía. La puerta se abre con un chirrido, la silueta rompe la oscuridad y llega hasta mi cama. Su mano atrapa mis gritos con violencia y puedo oler el humo de la hierba quemada en sus dedos. Es el sabor a humo en su piel, el dejo agrio del sudor una vez más…
No, gimoteo.
Sus manos ásperas recorren mi cuerpo y yo trato de quitármelo de encima.
Shhh…, me pide. No da tregua. Tiene prisa por abordarme y salir antes de ser descubierto. La puerta de madera tiene el seguro puesto, por si alguien llegara a oírme e intentara entrar de pronto. El aire acondicionado está encendido, hay un eco a lo lejos, suena el tambor y el metal de las poleas rechinan mientras el cuarto pierde el olor paja húmeda. Afuera, toda la tarde, el sol golpeó el techo y los ductos con 37ºC.
No, le suplico.
Me besa con torpeza y yo giro mi rostro de un lado a otro para evitarlo. Insiste.
Cállate, ya no hagas ruido. Cállate, me pide una y otra vez hasta que se ha desabrochado el pantalón. Hace a un lado el short de licra bajo la playera que me ha prestado mi mamá para dormir, porque el pijama me queda chico. Estoy creciendo. Y él lo sabe, lo nota en mi ropa floja cada mañana cuando se asoma por la ranura entre las cortinas y espía mi cuerpo.
Tan flaca como una vara de clavel, me sofoco bajo su peso. Escucho mis sollozos acallados bajo su mano. Me lastima el cuello al apretar mi cara contra la almohada, empujo hasta que las manos y los brazos me tiemblan por el esfuerzo. No puedo respirar, dejo de pelear. El dolor entre las piernas me hace abrir los ojos. Otra vez.
Despierto con el corazón palpitando en la garganta. Es de noche, y los minutos me mantienen con los ojos en vela, la mente permanece trémula por el recuerdo. Abrazo mis piernas, relajo mi cuerpo y ruego porque se termine. Estoy sola, no hay nadie aquí. Solo la pesadilla recurrente y el miedo que no me abandona. Sobre la cama, miro en el espejo la silueta ensombrecida por la noche. Soy adulta ahora. No logro resolver los problemas para dormir; como muchos otros, presiono el botón del móvil y espero el amanecer deslizando el dedo sobre la pantalla que ilumina parcialmente mi noctambulismo y me permite distraer la atención en otra cosa. Desde los once años, mantener la cordura ha sido una odisea diaria, que inicia a la hora de ir a la cama y termina cuando el despertador me devuelve el descanso de saber que estoy a salvo. Un secreto que hay que preservar, como el de muchos otros: me pregunto ¿qué pesadillas mantienen despiertos a tantos en las redes?
El reloj marca las dos de la madrugada. He dormido tres horas esta vez antes de buscar una balsa que me acerque a la orilla de la tranquilidad. A los treinta y dos años, aún me estremezco como una chiquilla al escuchar la reja de la cochera arrastrarse a media noche. La enorme puerta de metal deja pasar dos cosas: primero al insomnio que comenzaba a ceder ante los artículos sobre dietas y ejercicios a los que ingresé en la web; brincaba de uno a otro sin poder decidir si por la mañana iniciaría una vida fit. Luego, cuando la reja se vuelve a arrastrar, y se cierra con un golpe estrepitoso, provoca una leve sacudida que cimbra las paredes. Es entonces cuando el miedo queda atrapado dentro del edificio. Las botas resuenan sobre las baldosas al otro lado del muro; en el corredor que conecta todos los apartamentos. Reconozco ese sonido: es la sinfonía que anuncia una mala noche, el desvelo en compañía de los pensamientos dando vueltas por la recámara, que rozarán mi serenidad una y otra vez hasta arrancarme cada sonrisa para mostrar el siguiente día hasta que no quede nada de mí.
Los grillos dan un concierto a los pies de la ventana, la cortina oscura no me permite vislumbrar a los gatos que maúllan en el techo; es la noche que suena desde el jardín y trata de recordarme que he crecido. La luz del patio del vecino brinca la barda para formar, en las paredes de mi recámara, sombras fijas y estáticas como el terror que ahoga las palabras y tira de las entrañas cada vez que intento dormir. Los últimos veinte años han sido así: Reik llega tarde. Despierto con el estruendo que provocan sus pies, las puertas, su voz. Primero devino en los años que vivimos juntos en casa de mi madre; ahora, en este edificio donde me mudé para estar lejos de él.
Escucho que camina en el piso de arriba, pero eso no me da ninguna tranquilidad. Bajo las sábanas me vuelvo tan pequeña y la habitación se agranda tanto que me niego a salir de la cama aunque la voz de mi madurez me llame a enderezar la espalda y mover los pies para revisar quien ha entrado, para verificar que la puerta principal tenga la llave puesta, para asegurarme que sólo mi hijo duerme en la recámara de al lado. Y en cambio, no logro volverme adulta, superarlo, y tiemblo. ¿Y quién más podría ser a estar hora? Solo él. El noctámbulo del edificio. Se recuesta en su propia cama; se relaja enviando mensajes obscenos a sus amigas, a su novia; comparte las fotos que le han enviado a sus amigos y se ríe con la pornografía ridícula que le han mandado.
Reik se ha olvidado de todo, y en medio de su noctambulismo, logra dormir con la tranquilidad que me arrebató a mí, sin el remordimiento de un pasado que todavía me asfixia cuando me lo encuentro en la banqueta, en el estacionamiento, en la esquina de la cuadra; cuando lo escucho y huyo de su presencia; cuando lo sé cerca y no puedo pegar pestaña.
No hemos cruzado palabra en veinte años. No lo saludo, no nombro, pero conozco a la perfección el ritmo de sus pasos que marca el compás de los latidos de mi corazón. Trémulo cuando sube por la escalera, deshecho cuando me sé sola. Sus pies resuenan y hacen retumbar la estructura de mi departamento, porque se ha mudado a mi edificio, porque me ha seguido sin querer; porque la ciudad es un pueblucho en realidad y es tan pequeño que no logro perderlo, aunque lo intente. ¿O no? Soy yo quien percibe a Reik más grande de lo que es en realidad, porque a su edad no es nadie, y la gente lo menciona cada que tiene oportunidad, porque la familia lo nombra cuando no llega más a las reuniones; porque a su edad sigue pidiendo dinero prestado cuando pierde el trabajo por llegar tarde, y molesta a su papá y la madrastra para pedirles de comer. Han sido las drogas, el alcohol y la violencia arraigada en su genética lo que mantiene de crápula y soltería. No ha habido mujer que se quede ni una semana y no salga corriendo. Qué tontas por querer estar con él, qué suerte que puedan irse cuando lo deseen.
En cambio, yo mantengo los ojos abiertos mientras el reloj cambia sus números, avanzan las horas, el amanecer atraviesa la cortina verde de mi habitación para anunciar que el día comienza. A la rutina no le interesa que no haya descansado. También me convertí en un noctámbulo que deambula por la casa asegurando las puertas y ventanas, que busca sombras en la calle y las ahuyenta cuando enciende la luz de la banqueta, el foco de la cochera, la lámpara de la sala. Ha pasado la noche, una vez más, y las ojeras se pronuncian.
Tomo un baño y preparo el desayuno. Despierto a Andrés para que almuerce y esté listo a tiempo para la escuela. Escucho la regadera en el piso de arriba y me vuelvo torpe, tiro un huevo, se me cae la cuchara, olvido ponerle mantequilla al café; me muevo en ese estado tembeleque de aquí para allá, tratando de ser normal y que mi hijo no se dé cuenta de mi recelo por salir de casa; este día, Reik podría salir a trabajar. El estómago se me encoge al pensar que existe la posibilidad de encontrármelo afuera, que el noctívago podrá sonreír al verme, en señal de burla por mi apariencia, por la debilidad que me aqueja, la piel empalidecida y el aspecto trasnochado.
Me niego a salir quince minutos antes de las ocho. Preparo a Andrés: le acerco su mochila, le ajusto la camisa, le doy un beso, le deseo suerte en la universidad. Lo acompaño hasta la banqueta y cruzo los brazos para que no note el temblor en ellos. Preparo mi bolso, pongo lo indispensable dentro de él, abro la puerta, la cochera y subo al auto. Escucho los pasos de Reik, me devuelvo con cualquier pretexto. He hecho esta rutina varias veces en el último año. Bailo, al compás del desasosiego que es vivir tras los mismos muros que él. Espero. Y ya es tarde, llegaré tarde al trabajo otra vez. Me subo al coche, salgo a la calle y miro la reja de la cochera cerrarse.
El noctívago se mueve y mis ojos registran su desfachatez. Está recargado en la reja de entrada al edificio, con la vista puesta en la joven de secundaria que se aleja; es una de las vecinas de su piso. Me pregunto si en verdad tendrá trabajo o solo habrá salido para verle las piernas. Se me revuelve el estómago y amenaza con regurgitar. Me enferma. La visión de la piel tostada por el trabajo bajo el sol, los brazos largos, la nube en su ojo por el accidente, el cabello azabache, igual al de su madre alcohólica, los huesos de los hombros que se notan a través de la camisa. Todo en él es monstruoso ante mis ojos, ante mi memoria que intenta borrar el día de la violación. Tiene treinta y cinco años; se aleja tras la chica, Sandra, creo que así se llama.
Como el arco de violín, la ansiedad se desliza sobre las cuerdas de mi conciencia, de mi cordura. Mi respiración parece incluso desafinada cuando la razón me pide acallar el impulso del pánico que crece y crece y crece cuando noto que Reik se acomoda el pantalón; como cuando yo tenía once años y él catorce.
Maldita sinfonía que aumenta su ritmo, me vibra en la sien. El corazón se acelera en el pecho, se desboca. Un automóvil suena la bocina y la mujer me grita desde la ventana del conductor.
Muévete, pendeja, grita la mujer.
Acomodo el coche, conduzco por la calle que lleva hasta mi trabajo. Cada parpadeo es una pausa en la sinfonía del miedo que araña las cicatrices del pasado y hurga en mis entrañas. Reik lleva mi apellido, Reik lleva mi sangre, Reik es mi primo y el padre de Andrés.
Por un instante, la cobardía y la cultura del silencio atan mis manos y colocan mi cuerpo en automático como cada mañana, como cada tarde, como cada noche cuando sé que él se acerca y pudiera verlo de frente. Acelero, quiero darme prisa para llegar al trabajo y olvidarme de todo, recoger a Andrés en el estacionamiento de la universidad y volver al ciclo del terror. Algo, dentro de mí, me obliga a girar el volante con brusquedad al dar la vuelta en la esquina. Lo tengo de espaldas, debería meter el pedal del acelerador hasta el fondo. El coche se come los metros entre Reik y yo. Estoy casi sobre él, y él está a pocos centímetros de Sandra. Pierdo el control por un instante, las lágrimas brotan sin control, brinco el bordo con violencia. Pero no es Reik bajo las llantas del auto; ha sido la fantasía recurrente de acabar con la vida del desgraciado, porque el temor es parte de mi piel, de mi sangre, y el qué diría la familia al saber quién es padre de Andrés. Y una vez más, me aferro al estado de desvelo porque la sinfonía del miedo existe dentro de mí.
Sobre la autora
Claudia Soto (Durango, 1987), docente de educación básica y autora. Finalista en el II Concurso de relatos cortos XECC 2012. Segundo lugar en el concurso de Novela Castelldefels. Publicó Tracy, Ser Inmortal (2014) y Mi obsesión es pelirroja (2017) a través de Amazon. Colaboradora en antologías de cuento como Brotes de tinta y Un lugar menos común, con escritores laguneros. Participante del taller Diáspora literaria. Ha publicado en revistas como Estepa del Nazas, Metrópoli Torreón y, en medios virtuales, El Ojo de Uk. Entusiasta promotora y mediadora de lectura a través de la Biblioteca Escolar (Educación Primaria en la Escuela Dr. Gustavo Baz Prada, T. M.). Organiza ferias de libro escolares desde 2017 y promueve las obras de autores regionales.